miércoles, 24 de junio de 2009

Sanación Magnificada

Sanación Magnificada
Introducción

Sanación Magnificada, es una técnica de sanación y un sistema armonizador, un regalo que nos ha sido dado por la Jerarquía Espiritual, en un momento en el que se hace necesaria una completa transformación de nuestros mundos y una readaptación a los fuertes movimientos terrestres que tanto nos afectan.

Hasta ahora, Sanación Magnificada sólo había sido utilizada en los planos superiores por los Maestros Ascendidos, y es gracias a la Maestra Ascendida Kwan Yin que nos ha sido dada una dispensación divina para poder utilizarla con integridad en éste plano.

Sanación Magnificada, establece un fluido de energía que va desde el Altísimo Dios del Universo hasta nuestros corazones, conectándonos con el corazón de la Tierra y unificando nuestros chakras en uno sólo.

A nivel espiritual, trabaja sobre el chakra cardíaco en lo que se llamaría la "Apertura al Amor Incondicional ", así como también en la amplificación de la Llama Trina y la activación de nuestro Cuerpo de Luz (Merkabah), activando las hebras del ADN que hasta ahora habían permanecido latentes, para la Ascensión a la cuarta dimensión.

Cabe aclarar que Sanación Magnificada proviene de la Fuente creadora o, como lo llamamos en éste curso, del Altísimo Dios del Universo, y que no requiere el culto a Kwan Yin ni a ninguna otra figura, si bien ésta representa en Oriente una energía comparable a la de la Virgen en el cristianismo. No olvidemos que la Madre Cósmica ha tenido diversas representaciones a lo largo de la historia religiosa, filosófica y cultural del mundo.
El objetivo final de ésta técnica es alinearnos con la energía divina y restaurarnos la salud a todos los niveles, y podemos aplicarla en autotratamiento y como tratamiento a otras personas.
Kwan Yin
Contenido del taller

El curso se realiza en un día y medio y en él se aprenden las siguientes técnicas:



1. DESPERTANDO LA LLAMA TRINA DEL CORAZÓN
2. PREPARACION
· Alineación de los Centros Espirituales.
· Limpieza del Canal de Luz.
· Unificación de los Chakras.
· Co-creación de la energía de Sanación Magnificada
3. AUTOSANACION Y SANACION DE OTROS
· Restablecimiento del sistema nervioso a su perfección original. · Equilibrio y limpieza del canal central: calcio en la columna vertebral, sistema de chakras y exploración y sanación del cuerpo.
· Sanación a distancia (individual y grupal)
· Transplantes (sustituir órganos o tejidos)
· Sanación de la Tierra
· Apertura del corazón y Expansión de la Llama Trina.
· Preparación para la Ascensión / Activación del ADN
4. INICIACION
· La llama de la Misericordia

El curso incluye Manual y certificado de Maestro de Sanación Magnificada del Altísimo Dios del Universo.

EL HOMBRE COMO HIJO, HERMANO Y PADRE

Capítulo VIII
EL HOMBRE COMO HIJO, HERMANO Y PADRE
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En este último capítulo vamos a sacar las consecuencias más importantes para la vida de nuestra larga reflexión sobre el Dios cristiano. Ciertamente, hemos intentado deducir este tipo de consecuencias en cada uno de los capítulos anteriores. Pero ahora quisiéramos ofrecer como una síntesis que las recapitulara todas y nos pudiera servir de guía para entender mejor nuestra misión de hombres y de cristianos. Para lograr mejor esta finalidad, adoptaremos el estilo de «confesión», que, como ya sabemos, une el reconocimiento, el decírnoslo a nosotros mismos, y la proclamación, el comunicarlo a los demás.

Un filósofo ateo, Schleiermacher, decía: «Como es tu Dios, así es tu hombre». Él daba a esta afirmación un sentido inaceptable para nosotros, ya que partía del supuesto de que Dios era una pura proyección del espíritu humano. Pero nosotros podemos retomar la frase dándole otro sentido: el rostro de Dios que se nos manifiesta en la Revelación, y sobre todo en Jesucristo, es el que nos permite descubrir el verdadero rostro del hombre. Por una razón muy clara: el hombre es criatura e imagen de Dios.

Si Dios se ha revelado como amor vivido en la donación mutua de tres Personas, el hombre, creado a su imagen, tendrá que ser una criatura capacitada para amar y llamada a realizarse en la relación con otras personas. Más en concreto, si Dios se ha revelado como Padre de los hombres, todo hombre estará destinado a ser, al mismo tiempo, hijo, hermano y también padre; de modo que no podrá ser ninguna de las tres cosas sin realizar también las otras dos. Y este destino fundamental es el que permite descubrir la última razón de ser de ese instrumento utilizado por Dios para crear y educar al hombre: el matrimonio y la familia.

1. Dios es mi Padre

Vengo de Alguien, no de algo. No soy una simple y fortuita combinación de células. Y mi origen último tampoco está en el amor de un hombre y una mujer. Procedo del proyecto y de la decisión del Padre Dios: desde siempre he sido pensado y querido por él. Él me crea y me construye constantemente en el Hijo, por quien y para quien hace todas las cosas, y a través de la fuerza creadora y plenificadora del Espíritu. Mi origen está en la Trinidad. ¡Sea bendita por siempre!

En Dios, mi Padre, vivo, me muevo y existo. Andamos siempre juntos, él dando y yo recibiendo, él llamando y yo respondiéndole. Él es el sentido de mi vida y la explicación de mi misterio.

Dios va tejiendo el tejido original de mi vida, porque me ama de modo absolutamente personal, como a un hijo único e irrepetible; es más íntimo a mí que yo mismo.

Él siente ternura hacia mi ser frágil, pequeño y a medio hacer, porque me ama desde sus entrañas. Por eso me perdona siempre, me espera siempre y cada día abre para mí nuevos horizontes.

El ansia suprema de mi vida es poderle ver un día. Porque me ha hecho para él y mi corazón estará inquieto hasta que no descanse en él.

2. Soy hijo

Dios tiene un Hijo de su misma naturaleza, en quien se expresa totalmente y a quien se da totalmente; por eso es Padre desde toda la eternidad. Y este Hijo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas de una mujer y se llamó Jesús. Él, con su vida y su predicación, y, sobre todo con la aceptación de la muerte por amor a los hombres, nos reveló el rostro verdadero del Padre, que él solo conocía. Más aún, nos dio a los hombres la posibilidad de ser hijos de Dios de un modo nuevo y absolutamente impensable: haciéndonos participar de su misma vida de Hijo. Para ello, después de que el Padre lo resucitara, nos dio el don del Espíritu que transforma nuestro ser y nos conforma con Jesús, para que seamos hijos en el Hijo.

Por elección misteriosa del Padre, que nunca agradeceré bastante, yo soy discípulo de Jesús. En los primeros días de mi vida, el Espíritu se adueñó de mí y grabó en mi corazón la imagen de Jesús. Desde entonces, soy hijo de Dios y, aunque de momento no lo entienda, sé que mi destino es participar del amor entre el Padre y el Hijo y gozar de su felicidad por siempre.

El objetivo fundamental de mi vida es crecer como hijo, de modo cada vez más consciente, libre y maduro. Quiero cumplir la voluntad de mi Padre en todas las circunstancias y avatares de mi existencia. Y, para ello, aprendo de Jesús, me dejo guiar por él y sigo siempre sus pasos. Porque él siempre me acompaña: juntos caminamos hacia el Padre y juntos nos dirigimos a él con toda confianza.

Además de hijo de Dios, soy hijo de un hombre y de una mujer, instrumentos e iconos, en dos versiones complementarias y unidas, de mi Padre del cielo. ¡Nadie en la tierra me ha amado de modo tan entrañable, incondicional y solícito! Su presencia y su recuerdo me remiten siempre a Dios, a quien conocí por ellos, y a Jesús, a quien ellos me llevaron; su amor y su testimonio han marcado mi vida y mi ser.

Y, como la paternidad de Dios es inagotable, se me ha manifestado también en «otros padres», personas que, junto a su sabiduría, fe, amistad y ayuda, me han dado parte de su vida.

3. Soy hermano

No soy hijo único, tengo hermanos, a los que Dios ha creado y quiere tanto como a mí. En todos ellos reconozco al Padre y me reconozco a mí.

De todos ellos respondo ante Dios, como ellos responden de mí. De ahí que el secreto de mi vida sea saber dar y saber recibir. O, mejor, saber darme y saber recibirlos; porque no se trata de simples ayudas extrínsecas, sino de un compromiso que involucra a toda mi persona. Se me ha dicho claramente: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

También mis hermanos son hijos en el Hijo. Por eso, en ellos veo a Jesús, amo a Jesús, sirvo a Jesús. Y Jesús me sale al encuentro en cada uno de ellos. Todos somos hermanos en el Hermano.

Mis hermanos son todos los hombres, sin exclusivismos de ningún género. Con unos comparto la alegría de la fe y el conocimiento del Padre. A otros tengo que anunciarles aún lo que en realidad son, aunque no lo conozcan. Hay unos que me necesitan más: los pobres, los enfermos, los marginados, por quienes Jesús y el Padre se preocupan de modo especial. A otros los necesito más yo: aquellos que con su ejemplo y su palabra me pueden ayudar a ser mejor hijo. Algunos no me reconocen como hermano, pero yo también los amo.

4. Soy padre

Sólo hay un Padre, el del cielo. Nadie en la tierra merece de verdad ese nombre. Los hombres sólo somos hijos y hermanos. Pero el Padre, que ha creado al hombre a su imagen, ha querido que se le pareciéramos también en esto: nos ha concedido participar en el supremo poder de dar la vida, convirtiéndonos en imágenes e instrumentos de su paternidad.

Jesús, al revelarnos la paternidad divina, nos ha revelado también la grandeza y las exigencias de la humana: ser padre o madre consiste en dar vida a costa de la propia vida y movidos por el amor.

¡Yo he experimentado cómo la omnipotencia divina pasaba por mi espíritu y por mi carne! A través de mí, Dios ha creado otros hombres, hermanos míos, que me llaman «padre» o «madre», y a quienes yo llamo «hijos». Desde que ellos aparecieron, ya no he podido vivir para mí mismo. Gracias a ellos he aprendido de verdad lo que significa amar.

Mis hijos significan tanto para mí, que siento constantemente una doble tentación: apropiármelos como si fuesen míos y centrar exclusivamente en ellos toda mi capacidad de amar. Pero la voz del Padre, a través de Jesús, me recuerda también constantemente que no son míos sino suyos. Y, además, como a María, me presenta siempre a otros diciéndome: «He ahí a tu hijo». Parece que, como a Abrahán, Dios se empeña en hacerme también «padre de multitudes».

5. Somos un matrimonio

Somos dos, un varón y una mujer, que hemos sido llamados por el Padre a compartir nuestra condición de hijos. Por eso, cada uno de nosotros acepta al otro como don del Padre, como enviado personal, ayuda y compañía. Y nos sentimos responsables el uno del otro, conscientes de que la llamada del Padre nos viene a decir: «Te entrego a esta mujer -a este varón- para que seas su pastor y la conduzcas a su plenitud humana y cristiana, de modo que puedas realizar con ella -con él- la misión que os confío a los dos juntos».

Aunque el Padre quiere que pongamos en común todo lo que somos y tenemos, nuestra unión no depende sólo de nuestra voluntad, ni de nuestros sentimientos e instintos. Él ha derramado sobre nosotros una nueva efusión del Espíritu que ha creado una nueva comunión, como una nueva personalidad que engloba a los dos. Gracias a este don, podemos amarnos como Cristo nos ama y ejercer en el mundo un nuevo ministerio, que concreta y especifica la misión que recibimos en el Bautismo.

Este nuevo ministerio consiste en hacer presente al Padre en la historia de los hombres: el matrimonio es una forma privilegiada del ejercicio de la paternidad por los hijos de Dios. Y este ministerio se realiza de forma eminente, aunque no exclusiva, en la generación y educación de nuestros hijos.

Estamos convencidos de que este signo de la paternidad divina, sólo es auténtico y eficaz en la relación y complementariedad de los dos. Ninguno de los dos puede apropiárselo en solitario, desplazando al otro. Porque cada uno debe aportar la peculiaridad y riqueza de su ser.

Yo, madre, sé que soy el sacramento prioritario de la paternidad de Dios, pues sólo yo gesto a mis hijos y los acompaño siempre con amor entrañable. Pero si esta sacramentalidad la viviera en exclusiva, resultaría peligroso tanto para mí como para mis hijos. Yo me constituiría en una especie de padre absoluto y olvidaría mi condición básica de hija y de criatura limitada. Y mis hijos se convertirían en mi propiedad, en mi prolongación, perdiendo así su autonomía personal.

Yo, padre, sé que mi paternidad, por ser más extrínseca, objetiva y distanciada, obliga a mis hijos a salir de su madre y a convertirse en personas autónomas. Pero, si la viviera exclusivamente, eliminaría todo el componente femenino y contribuiría a crear una sociedad machista e inhumana.

Aunque a veces nos cueste vivirlo, sabemos que nuestra misión de esposos y padres no se agota en esta generación biológica. Es un servicio a toda la sociedad, a la que debemos aportar un especial sentido de responsabilidad paterna, de previsión de futuro, de misericordia, de cuidado de cada hombre por ser hombre; sobre todo debemos influir para que se respete toda vida humana y para que se empleen todos los medios posibles con el fin de que toda persona pueda vivir con dignidad y desarrollarse en plenitud.

Y nuestro ministerio conjunto debemos ejercerlo también en el seno de la Iglesia, ayudando a la comunidad cristiana a ser auténtica comunidad de amor, de cooperación corresponsable de todos sus miembros y de generosa fecundidad para engendrar nuevos hijos de Dios.

6. Formamos una familia

Nosotros y nuestros hijos formamos una familia. Y sabemos que la familia es una fraternidad muy especial, concebida por Dios como lugar apropiado para la transmisión de la vida humana y, sobre todo, como lugar de aprendizaje de la filiación, la fraternidad y la paternidad. Por eso la familia es origen y modelo de toda otra sociedad humana.

En primer lugar, es origen y modelo de la Iglesia, de la gran familia de los hijos de Dios. La presencia de Cristo y el don del Espíritu a través de los sacramentos, convierten a la familia en una pequeña iglesia, «Iglesia doméstica», donde el misterio de comunión y de misión que es la esencia de la Iglesia de Cristo, se encarna en las relaciones sencillas, concretas y cercanas que sólo son posibles en este ámbito. Vivimos con emoción esta realidad cuando oramos juntos, cuando nos acercamos juntos a los sacramentos, cuando nos ayudamos a conocer y vivir nuestra fe, cuando nos esforzamos en descubrir la voluntad del Padre en todas las circunstancias de muestra vida en común.

También somos conscientes de que la familia es un ámbito privilegiado para educar en aquellos valores que después determinarán la convivencia en la sociedad civil. Por estar fundamentada en afectos y emociones muy fuertes, con base bioquímica, la familia no valora a sus miembros por lo que aportan, sino por lo que son. Y esto resulta determinante para crear en la sociedad unas relaciones más humanas, gratuitas y libres; menos materialistas y utilitarias. En este sentido, la calidad de una sociedad depende en gran parte de la calidad de las familias que hay en ella.

Sin embargo, nuestra experiencia y la de otras familias que conocemos nos dice también que la familia, por la proximidad cotidiana que impone, puede ser también peligrosísima. Puede ser un ámbito donde se abuse del débil, se den preferencias ofensivas y exclusivismos empobrecedores. Los padres podemos atentar contra la filiación, la fraternidad y la paternidad cuando nos entregamos absolutamente a un hijo, queremos ver en él totalmente reflejada nuestra imagen soñada y le incapacitamos para ser él mismo y para compartirse como hermano. Los hijos, a su vez, pueden hacer lo mismo exigiendo de los padres la entrega total, contra los derechos del matrimonio de sus padres, y arrogándose la condición de hijos únicos, contra la existencia de los propios hermanos.

Todos estos riesgos nos demuestran que la familia no lo es todo; necesita ser complementada por otras relaciones que construyen también al hombre. Primero, porque hay otros signos de la presencia del Padre. Y, segundo, porque una mayor amplitud de relaciones suple las deficiencias y malformaciones de la misma familia.

En cualquier caso, es la relación continua y confiada con Dios nuestro Padre, vivida de forma personal y comunitaria por todos los que integramos la familia, la que nos permite evitar estos riesgos, superar nuestros egoísmos y crecer en el amor auténtico. A él, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15), sea la gloria y la alabanza por siempre. Amén.

Oración (del Salmo 102)

Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.

El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.

¡Bendice, alma mía, al Señor!

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

Uno de los modos mejores de orar es a partir de la palabra de Dios. Dios nos habla primero y después nosotros le respondemos. Podemos seguir un método en tres pasos que se llama «lectio divina», y que es el que utiliza la Virgen en la escena de la Anunciación (cf. Lc 1,26-38):

1) Lectura: Primero escuchamos, como María. Se trata de leer bien el texto y ver lo que dice. Para ello hemos de prestar atención a lo que cuenta, a los personajes que intervienen, las ideas que contiene, los símbolos que utiliza..., sin que se nos escape ningún detalle. No nos fiemos nunca de que ya lo conocemos porque lo hemos leído otras veces.

2) Meditación: Con esto, ¿qué me quiere decir Dios a mí? La Virgen discurría y se preguntaba sobre el alcance de las palabras del ángel. Hagamos nosotros lo mismo: pongamos en relación la palabra de Dios con nuestras vivencias, circunstancias, con nuestros saberes. Así averiguaremos lo que Dios nos quiere decir hoy a través de este texto.

3. Contemplación: Y yo, ¿qué le respondo a Dios? Comienzo entonces a hablarle de tú a tú en un diálogo amoroso y confiado, que sabemos cómo empieza pero no sabemos cómo termina; porque es él quien me va llevando. María respondió de forma ejemplar: «Hágase en mí según tu palabra», es decir, haz de mí lo que quieras.

MARÍA, SIGNO DEL AMOR DEL PADRE

Capítulo VII
MARÍA, SIGNO DEL AMOR DEL PADRE
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1. Una estrella en el camino

El camino de la fe es el camino de la vuelta al Padre. Es el camino que recorremos todos los creyentes, desde el momento en que el Padre nos regala el don de la vida y deja inscrita en nosotros, como su firma, el ansia de regresar a su seno para verle cara a cara: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones, 1,1).

Ese camino, revelado en plenitud por Cristo, ha sido recorrido por María, la primera discípula, que ya ha llegado a la casa del Padre y nos muestra la posibilidad del seguimiento desde la debilidad de la condición humana.

Pero, al realizar este camino de forma ejemplar, María nos ha desvelado también en su misterio cotidiano un lado inédito y casi inexplorado del mismo Dios, cuyas entrañas se describen en el Antiguo Testamento con las imágenes de una mujer que se conmueve, agita, gime y da a luz, quedando atada para siempre a su criatura. María nos muestra permanentemente el rostro maternal del Padre amoroso y compasivo, cuya misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Por saber ser hija, Dios le ha concedido ser testigo e icono de su paternidad.

De ahí que los cristianos, al recorrer ese itinerario, largo y a veces incomprensible, de nuestra fe personal y también de la fe de nuestra comunidad eclesial, necesitemos volver nuestra mirada a María, testigo de la misericordia de Aquel que está al final del camino. Ella nos hace comprender también nuestro destino de hijos y testigos.

2. «Lanza gritos de gozo, hija de Sión» (Sof 3,14; Lc 1,46-55)

María nace en el seno de una comunidad creyente, es hija de Israel. Su historia es la historia concreta de un pueblo que conoce la esclavitud, la tribulación por el desierto, su infidelidad, el destierro… Pero, sobre todo, de un pueblo que conoce la Alianza de Dios, su promesa de salvación universal y su fidelidad misericordiosa de generación en generación. Desde pequeña ha aprendido a conocer y esperar en Yahvé como su salvador. Es heredera de una tradición que ha visto cómo el designio salvífico de Dios se revelaba en sus mujeres, Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit, Esther… como anuncio del cumplimiento de la promesa hecha a Eva.

En María se encarna y condensa, sobre todo, la historia del Resto de Israel, de esos pobres de Yahvé que ya no tienen nada que perder y por ello lo esperan todo del Señor; que no tienen dónde agarrarse y por ello están siempre abiertos a la acción de Dios en sus vidas: «Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el nombre de Yahvé se cobijará el resto de Israel. Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén» (Sof 3,12-14).

María representa el ansia de plenitud del cumplimiento de la promesa, ansia generada en ese pequeño rebaño que ha creído en Yahvé. Ella ha experimentado el amor de Dios, ese amor misericordioso que la hace siempre nueva, convirtiéndola en la joven virgen con quien el mismo Dios quiere desposarse. Por eso, en María se va a suprimir el pasado adúltero de Israel y va a comenzar una historia nueva, virgen; un pueblo nuevo, la Iglesia. Dice una profecía de Oseas: «Yo te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé» (Os 2,21-22). Este anuncio se cumple en María, quien lo proclama con gozo en el Magníficat (cf. Lc 1,46-55).

María nos hace ver que nosotros, como creyentes, somos también hijos de un pueblo, del pueblo de Dios; y además, de lo mejor de ese pueblo: del amor de Dios creído y experimentado, de la confianza en él a través de todas las dificultades. Una larga cadena de creyentes, la mayoría anónimos y sencillos, nos ha ido transmitiendo la experiencia de Dios. De ahí que digamos con Pablo: «Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho compartir la herencia del pueblo santo en la luz» (Col 1,12). Pero también, como sucedió en María, se espera de nosotros que seamos capaces de asumir esa tradición, purificarla y transmitirla a otros. Dios espera de nosotros que seamos capaces de hacer una Iglesia más esposa fiel del Señor, una Iglesia que reconozca el amor y responda con amor.

3. «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,26-38)

En el momento histórico de la Anunciación, la promesa se hace historia; la Palabra se hace carne. Ese momento histórico y concreto, que acontece en el corazón y en la carne de María, es el comienzo en el tiempo de la misión del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso María, en la encarnación, es la primera que conoce a Yahvé como misterio trinitario; y, durante un tiempo, sólo ella conocerá este misterio. Yahvé es el Padre de Aquel que ella ha aceptado llevar en su seno. Y el poder del Altísimo que la fecunda es el Espíritu Santo. La respuesta confiada y libre de María nos abre al conocimiento de la intimidad de Dios: la comunión trinitaria.

Y este conocimiento tan profundo de Dios implica el descubrimiento de la riqueza insondable de su amor, que no sólo se realiza en las relaciones intradivinas, sino que desea encontrarse también con cada ser humano. El encuentro con María revela el misterio del amor de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Ante la revelación suprema del amor, María responde también con amor total. Porque ella no dice simplemente «sí», sino «hágase tu voluntad», como una aceptación de lo desconocido, como un acto de entrega incondicional a Aquél por quien es amada. María puede decir «hágase tu voluntad», no porque la conoce, sino porque ama mucho. Su respuesta es posible porque, ante la llamada del Padre, no se mira a sí misma, ni mide sus fuerzas, sino que se fía de él. Y en este diálogo amoroso se va gestando una armonía de voluntades que permite que el abandono y la confianza en el Otro se encarne en lo cotidiano. Es la aceptación de un itinerario no marcado, donde la entrega mutua se renueva en cada instante y se entremezcla con un discernimiento no exento de dudas y dificultades.

En María comprendemos que todo nuestro itinerario es también una historia de amor. Una historia en la que la iniciativa ha sido del otro, que se nos revela y nos invita a la confianza. En la medida en que somos capaces de fiarnos de Él y nos abandonamos a sus designios, Él nos va descubriendo cada día más el insondable misterio de su amor. Pero no somos nosotros los que hemos de marcar ni el modo ni el ritmo: hemos de aceptar «ser llevados», y, además, por caminos no siempre previstos ni comprendidos. Y es que el amor siempre exige morir a mí mismo.

4. «Y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc 2,33-35)

Durante la gestación, la Palabra que habita en el seno de María va cubriéndose de huesos, nervios, carne, piel. Pero la maternidad de María no acaba en el parto. La maternidad de María es un «sí» constante, una continua donación, no sólo de vida física, sino de algo más. Es la donación de un modo de ser humano. María es aquella que enseña a Jesús a ser humano: le enseña a sonreír, a hablar, a responder, a rezar… le enseña la intimidad, la ternura… le enseña a mirar y a vivir. Jesús aprende a querer. Es Dios que se deja ser humano por y en un ser humano.

Esta historia rutinaria propia de cualquier madre, en María va entrelazada con la experiencia de saberse elegida por Dios para una misión que no siempre entiende. El «no temas» del anuncio del ángel recorre toda esta historia desde Nazaret hasta la cruz. Porque a María le alcanzará también la espada de la prueba y la duda. Así se lo profetiza Simeón: «Y a ti misma, una espada te atravesará el alma» (Lc 2,35). En efecto, la experiencia de su maternidad es una experiencia ambivalente en el tiempo. Por una parte, durante el largo tiempo que dura la gestación y después, la vida oculta de Jesús, María descubre muchas veces cómo se ratifica la elección de Dios. Pero por otra parte, el tiempo parece jugar en contra: a medida que el acontecimiento de la anunciación se aleja, el tiempo se convierte en desierto, y como en la historia de Abrahán o del Éxodo, la voluntad de Dios se desdibuja a pesar de la promesa. El período que transcurre desde la promesa hasta el cumplimiento, es un tiempo de prueba y también, como Jesús en el desierto, el tiempo de la tentación.

Entre los momentos de desconcierto por las maneras de cumplirse la voluntad del Padre, se encuentran las tres ocasiones en que Jesús, en presencia de María, cambia los parentescos. La primera es el episodio de Jesús adolescente en el Templo: «Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando. Él les dijo: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,48-49). La segunda sucede en pleno ministerio público de Jesús: «Llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le envían a llamar… Le dicen: "Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan". Él les responde: "¡Quién es mi madre y mis hermanos?" Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, dice: "Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mc 3,31-35). Este aparente despego de Jesús, que imaginamos muy duro para su madre, nos descubre una maternidad vivida en tensión: un hijo que es y no es al mismo tiempo. Y este cuestionamiento de las certezas más profundas de los lazos de la carne por las exigencias de la voluntad del Padre, avanza de modo progresivo hasta alcanzar su culmen en el Calvario. «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Y María acepta el cambio. A los pies de la cruz, María, unida perfectamente a Cristo en su despojamiento, manifiesta el amor incondicional que no abandona nunca.

Toda la obra de la redención tiene como finalidad el hacernos verdaderos hijos. María es la hija perfecta del Padre, que nos enseña a ser hijos por su identificación total de su Hijo en la cruz. Allí se inaugura un orden nuevo, en el que los que aman y cumplen la voluntad de Dios son la madre y los hermanos de Jesús, y donde la madre de Jesús es la madre de los que la cumplen. Como su Hijo, María «aprendió sufriendo a obedecer» (Hb 5,8), enseñándonos así que sólo la cruz hace verdaderos hijos.

Y también en esto, por saber ser hija, se convertirá en madre: la hija dolorosa se convertirá en madre de todos los que sufren.

5. «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,1-12)

Las bodas de Caná se sitúan en la primera semana del ministerio de Jesús, y prefiguran la última. En Caná, María cumple la misión de acercar el Salvador a los necesitados de salvación. Por una parte, muestra a Jesús la necesidad del mundo: «No tienen vino», es decir, son incapaces de amar porque les falta el Espíritu. Pero, por otra, dirige la mirada de los hombres hacia el dador de la vida y autor de la salvación: «Haced lo que él os diga». De este modo, propicia el encuentro salvador convirtiéndose en intercesora, en «Madre de misericordia».

Pero sólo al pie de la cruz descubrirá el costo de esta sublime misión: la restauración de la amistad entre Dios y los hombres le va a suponer a María, como a Jesús, ser víctima. Para ser madre de amor es preciso convertirse en ofrenda de amor.

El proceso que vemos en María, su paso de hija a madre, de receptora del amor de Dios a transmisora del mismo amor, se cumple también en cada uno de los creyentes. Todos somos llamados a ser hijos de Dios e instrumentos de su paternidad. Pero, como en María, la participación en la paternidad de Dios nos exige «darlo todo», hasta el extremo; nadie puede dar vida sin dar «su» vida. Es la ley que hemos descubierto en Jesús: si no quieres sufrir, no ames, pero, si no amas… ¿para qué quieres vivir?

6. Reunidos con María (Hch 1,12-14)

«Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Después de haber visto al Resucitado, los discípulos esperan en oración la llegada del Espíritu. Y no saben hacerlo sin la presencia de María, recuerdo vivo, imagen perfecta de Jesús.

En Caná, en el Calvario, en Pentecostés, María aparece acompañando a los discípulos. Y, de escena en escena, su función se va desvelando y enriqueciendo. En Caná comenzó como madre humana de Jesús y acabó siendo intermediaria de la salvación. En el Calvario, al identificarse con la suprema entrega de Jesús, se convirtió en madre de los discípulos, engendradora de creyentes. En Pentecostés, cuando el Espíritu que ella poseía desde el principio se difunde sobre los apóstoles, se transforma en portadora del Espíritu para los demás, en «Madre de la Iglesia».

Toda esta trayectoria personal de María nos descubre la función de la Iglesia, a la que ella encarna y representa: ser mediadora, madre de creyentes, transmisora de la vida del Espíritu. Pero desde el servicio y la entrega, desde la asociación a la muerte de Jesús. La Iglesia, como María, está llamada a ser fuente de amor, canal por el que llega el amor del Padre. Y, para ello, necesita ser también testigo y ejemplo de amor.

María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos, donde y como quiera que vivan, a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre; ella es «Hodoghitria», «indicadora del camino» como expresa bellamente la iconografía de Oriente y Occidente. Pero es también algo más: icono de la meta, signo y representación viva del amor del Padre que nos espera.

Oración (Juan Pablo II)

Oh Virgen santísima,
madre de Cristo y madre de la Iglesia,
con alegría y admiración
nos unimos a tu Magníficat,
a tu canto de amor agradecido.

Tú que has sido,
con humildad y magnanimidad,
«la esclava del Señor»,
danos tu misma disponibilidad
para el servicio de Dios
y para la salvación del mundo.

En tu corazón de madre
están siempre presentes los muchos peligros
y los muchos males
que aplastan a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo.
Pero también están presentes
tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores,
los progresos realizados
en el producir frutos abundantes de salvación.

Virgen valiente,
inspira en nosotros fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar
todos los obstáculos que encontremos
en el cumplimiento de nuestra misión.

Virgen madre,
guíanos y sosténnos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas
de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria. Amén.

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

¿Orar a la Virgen? ¿Por qué no? Los cristianos del siglo II ya se dirigían a María, con esta hermosa plegaria, la más antigua que conocemos:

«Bajo tu protección nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos de todo peligro,
oh Virgen gloriosa y bendita».

María, es nuestra madre; María está junto a su Hijo y junto al Padre; ¿cómo no les va a pedir por nosotros? Y cuando las mujeres se empeñan… Ya lo vimos en las Bodas de Caná.

¿Y a los santos? En una de las visiones del cielo que aparecen en el libro del Apocalipsis se dice: «Los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos» (Ap 5,8). Los que ya disfrutan de la gloria de Dios participan plenamente de su amor hacia todos los hombres y, por ello, interceden constantemente por ellos. A nosotros nos es dado invocarles para que suplan la pobreza de nuestra oración. De este modo, se hace efectivo ese intercambio maravilloso de méritos que la Iglesia llama «comunión de los santos».

«Volveré junto a mi Padre»

Capítulo VI
«Volveré junto a mi Padre»
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1. La segunda conversión

Por el sacramento del Bautismo, Dios nos liberó del pecado y nos convirtió en hijos suyos y miembros de su familia, la Iglesia. Pero la nueva vida que recibimos entonces no suprimió en nosotros la fragilidad y debilidad de nuestra naturaleza, que nos lleva a pecar, es decir, a romper las relaciones con Dios y con nuestros hermanos. El pecado forma parte de nuestra experiencia de creyentes; hasta el punto que San Juan afirma con toda rotundidad: «Si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Por eso, cuando nos dirigimos a nuestro Padre, hemos de decirle constantemente: «Perdónanos nuestras ofensas».

Ciertamente, por el pecado no perdemos ni nuestra condición de hijos ni la de miembros de la Iglesia: por eso no nos volvemos a bautizar. Pero, como el hijo pródigo, abandonamos la casa paterna, es decir, rompemos las relaciones con Dios e interrumpimos o debilitamos el flujo vital que nos unía a él, la gracia. Para superar esta situación, hace falta una vuelta por nuestra parte, una conversión, y una nueva acogida de nuestro Padre, el perdón. Por eso Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en pecado grave y, por tanto, hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. Este sacramento les ofrece una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la filiación. De ahí que los Santos Padres presentaran este sacramento como «la segunda tabla de salvación», o también como «la segunda conversión». Como decía San Ambrosio, «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia».

2.Un sacramento en crisis

Es un hecho evidente que la práctica de este sacramento ha sufrido una gran crisis en los últimos tiempos. En contraste con épocas anteriores, en la actualidad hay muchos cristianos, incluso cristianos «practicantes» y «militantes», que apenas recurren a él.

Entre las causas complejas de esta crisis, habría que citar, en primer lugar, la pérdida del sentido del pecado que se deriva de la pérdida del sentido de Dios: sólo quien fundamenta su vida en la confianza y la obediencia filial al Padre, es capaz de valorar lo que significa el pecado. También influye, sin duda, la pérdida de criterios morales claros y objetivos: se ha caído en un subjetivismo y en un relativismo moral que hace depender el bien y el mal de la opinión social o de los intereses y estados de ánimo del sujeto. Y entre las razones de esta crisis no se puede silenciar el formalismo o rutina en la que muchos habían caído: había personas que se confesaban muchas veces, pero con poco provecho. Naturalmente, ahora se ha pasado al exceso contrario. Es un mal camino que, por desgracia, tomamos con excesiva frecuencia: cuando una cosa se ha convertido en rutinaria, en vez de profundizarla y de hacerla más auténtica, preferimos abandonarla.

El riesgo que corre la Iglesia, y en ella cada uno de nosotros, con la pérdida del sentido del pecado y la penitencia y, por tanto, del perdón y de la reconciliación, es ciertamente grande. Porque podríamos terminar perdiendo el sentido de la gratuidad, de la salvación como don de Dios que perdona los pecados. Hay una gran verdad cristiana que no podemos perder: el hombre es incapaz por sí mismo de amar hasta el fondo; sólo se vuelve capaz de amor verdadero por la transformación del Espíritu, que lo purifica gratuitamente y lo libera del egoísmo y del miedo a la muerte. Si perdemos de vista esta realidad, no tiene ya sentido aquella solemne proclamación de Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5,31-32). Además, el abandono de este sacramento supone la pérdida de uno de los elementos más personalizadores de la vida cristiana. Porque, digámoslo claramente, los pecados y el arrepentimiento es de lo más «mío» que tenemos cada uno.

Resulta, pues, necesario y oportuno que reflexionemos sobre el sentido de este sacramento y su importancia para la vida cristiana. Para hacerlo, nos puede servir de pauta la fórmula de absolución que actualmente utiliza la Iglesia. El sacerdote, imponiendo las manos sobre el penitente, dice:

«Dios, Padre misericordioso,
que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz.
Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS
EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO,
Y DEL ESPÍRITU SANTO.

Caigamos en la cuenta de que en estas palabras aparecen tres sujetos: el hombre pecador, que pide y recibe el perdón; Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que lo concede; y la Iglesia, que actúa como mediadora a través de su ministro. Profundicemos en lo que hace cada uno de estos sujetos.

3. La vuelta del hijo

Para entender lo que hace el hombre en este sacramento, podemos recurrir a dos palabras, con las que solemos designarlo:

a) Penitencia: con este término nos referimos a la «conversión» que, según Jesús, es un paso obligado para entrar en la nueva vida del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). La conversión es una reorientación radical de toda la vida, un retorno a Dios, que consta de dos movimientos.

En primer lugar, supone un reconocimiento y una aversión hacia las malas acciones que hemos cometido. Es lo que hece el penitente a través de dos actos concretos: el examen de conciencia y la contrición o dolor de los pecados. En la parábola del hijo pródigo, este primer momento es descrito con belleza y plasticidad: «Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo…"» (Lc 15,17-19). Es la toma de conciencia dolorosa de la gravedad de la culpa, entendida no sólo como ruptura de la alianza con Dios, sino también como fuente de alienación de la persona.

Y, como fruto de este primer movimiento, se produce un segundo paso, la decisión de volver a Dios: «Y levantándose, partió hacia su padre» (Lc 15,20). Esta decisión comporta varios compromisos. Primero, el propósito de confesar ante el Padre la propia culpa: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré…» Segundo, la decisión de cambiar de vida, de volver a comportarme como hijo; es lo que solemos llamar «propósito de enmienda». Y tercero, la voluntad de reparar el daño que he hecho, tanto contra mi persona como contra los demás, con mi mala conducta: es lo que se expresa con la penitencia o satisfacción que impone el confesor. El hijo de la parábola muestra su disponibilidad reparadora al decir: «trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,19).

Este camino de conversión lo realiza el hombre ejercitando su libertad más profunda, pero estimulado y mantenido por la gracia de Dios. En efecto, el corazón del hombre es rudo y endurecido; sólo la gracia de Dios, que nos hace reconocer su amor, es capaz de hacer volver a él nuestros corazones: «Házme volver y volveré» (Jer 31,18).

b) Confesión: esta palabra significa reconocimiento y proclamación, es decir, un acto que comienza en el corazón del hombre, para acabar aflorando a sus labios. En este sacramento, se dan simultáneamente tres confesiones.

En primer lugar, una confesión de alabanza: todo el proceso penitencial, interno y externo, supone el caer en la cuenta y agradecer todos los dones que he recibido de Dios. Él me ha hecho su hijo y todo lo que soy y tengo nace de un derroche de su benevolencia conmigo. Sin esta primera constatación agradecida, serían impensables los otros pasos.

En segundo lugar, se da también una confesión de fe: reconozco y proclamo la misericordia de Dios, que su amor hacia mí es incondicional y, por tanto, puede perdonar mi pecado. Esta confianza absoluta en que el amor de Dios es siempre más grande que mi pecado, es el móvil principal que me lleva a ponerme en sus brazos.

Y las dos confesiones anteriores hacen posible la confesión de la vida y de los pecados, por la que me reconozco culpable, asumo mi responsabilidad y lo proclamo humildemente ante Dios y la Iglesia: «Yo confieso, ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho… por mi culpa…»

4. La acogida del Padre

«Cuando aún estaba lejos, el padre lo vio y, conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos» (Lc 15,20).

Llamamos también a este sacramento, sacramento del perdón y de la reconciliación. En efecto, éste es el fin y el efecto que produce: una verdadera resurrección espiritual, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios. Por eso produce en aquel que se acerca a él con corazón contrito la paz y la tranquilidad de conciencia, a la que acompaña un profundo consuelo espiritual.

El que nos perdona y reconcilia consigo es Dios Padre; sólo él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2,7). Y, al hacerlo, muestra del mejor modo posible que es precisamente Padre, porque pone así de manifiesto su cualidad esencial: la misericordia, el amor desde las entrañas, absolutamente gratuito e incondicional. La parábola evangélica lo describe maravillosamente cuando destaca tanto su conmoción, es decir, el movimiento imparable de sus entrañas paternas, como su cariño o ternura, que se deshace en abrazos y besos, y su alegría inmensa por recuperar al hijo: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15,23-24).

Pero el Padre nos perdona y reconcilia por su Hijo, Jesucristo, a quien ha concedido «el poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10). Y este poder le ha sido concedido precisamente porque murió por nuestros pecados, porque se puso en nuestro lugar y cargó con nuestras culpas. De ahí que este sacramento sea un encuentro personal con Cristo glorioso que nos asocia a su victoria sobre el pecado por los méritos de su sacrificio redentor. Cuando el cristiano experimenta una y otra vez la facilidad del perdón, no puede olvidar el alto costo que le supuso a Cristo: fueron sus heridas las que nos han curado.

Y no podía faltar el concurso de la tercera Persona divina, el Espíritu Santo. El que nos arrancó del pecado en el Bautismo y nos transformó en hijos de Dios y partícipes de su vida, vuelve a derramar el amor de Dios en nuestros corazones y nos restituye a la comunión trinitaria y eclesial. El gesto de imposición de manos que realiza el ministro, indica claramente que estamos ante una nueva efusión del Espíritu, que cura los efectos del pecado y nos concede de nuevo la capacidad de amar.

A través de este sacramento, toda la Trinidad entra y actúa en la historia de los hombres, la redime desde dentro de sus tensiones y contradicciones, y vuelve a introducir al hombre en la profundidad y riqueza de las relaciones divinas.

5. La reconciliación con y por la Iglesia

«Yo me confieso con Dios, ¿por qué tengo que ir a contarle los pecados a un sacerdote?» Es la pregunta, más bien la protesta, de tantos jóvenes cristianos… y de otros no tan jóvenes. En ella se manifiesta una pérdida importante del sentido de Iglesia y también la incomodidad lógica de tener que manifestar a un hombre lo más íntimo de nuestra vida, que son nuestros pecados.

La Iglesia aparece en la reconciliación como destinataria y como actora: hay que reconciliarse con la Iglesia, y la reconciliación nos viene por la Iglesia.

a) Reconciliación con la Iglesia

El pecado, no sólo rompe o menoscaba la comunión con Dios, sino también la comunión fraterna. Los cristianos formamos un cuerpo en el que la vida y la unidad vienen de la Cabeza. Si nos desvinculamos de la Cabeza, nos separamos también del cuerpo. De ahí que el sacramento de la Penitencia, además de restaurar o reparar nuestra vinculación con Dios, tenga que reintegrarnos también en la comunión eclesial. Por eso, cuando cometemos un pecado grave, no podemos acercarnos a recibir la Eucaristía sin antes confesarnos. Primero, porque la Eucaristía es el momento cumbre de la alianza con Dios, y nosotros hemos roto esa alianza. Pero también porque la Eucaristía es el signo y vínculo esencial de la comunión fraterna, de la que nosotros nos hemos separado por el pecado. Para reintegrarnos en ella, necesitamos manifestar a la Iglesia nuestro arrepentimiento y nuestra voluntad de cambio.

Pero aún hay más. La Iglesia ha sido dañada por nuestro pecado: la hemos estafado. Porque, por voluntad misteriosa de Dios, hay entre nosotros una tal solidaridad, que la santidad de uno aprovecha también a los otros y el pecado de uno daña también a los demás. Y por ello la Penitencia supone siempre una reconciliación con nuestros hermanos, a quienes nuestro pecado ha perjudicado. De este modo, además, invertimos el sentido de la influencia: si al pecar hemos contribuido a debilitar la Iglesia, con nuestra penitencia contribuimos a purificarla y hacerla más santa. Es lo mejor que podemos hacer para revitalizar la Iglesia, y lo que está más a nuestro alcance: comenzar por purificarnos y ser mejores cada uno de nosotros.

Y aún hay otro motivo para que este sacramento tenga que ser un acto eclesial. Con frecuencia, los cristianos nos ayudamos unos a otros a pecar, tanto con nuestros malos ejemplos como con nuestras omisiones y cobardías. Ahora bien, si somos corresponsables del pecado, tendremos que ser también corresponsables de la conversión; si pecamos juntos, arrepintámonos también juntos.

Por todos estos motivos, la Penitencia no es nunca un acto exclusivamente individual, sino un acto eclesial. Esto se visibiliza con mayor claridad cuando el sacramento reviste la forma de una celebración comunitaria, aunque la confesión y la absolución sean individuales. Pero la penitencia es también un acto eclesial cuando la Iglesia está solamente representada por el ministro, que tiene precisamente la capacidad de representarla.

b) Reconciliación por la Iglesia

La Iglesia, no sólo se beneficia de la reconciliación, sino que es, además, el instrumento que la realiza.

En efecto, Cristo hizo partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados. A Pedro y a los demás apóstoles les confió el poder «de atar y desatar», es decir, de excluir y de admitir en la comunidad de la alianza, que es el lugar de la comunión con Dios y entre los hombres (cf. Mt 16,19; 18,18). Este poder corresponde al de perdonar o retener los pecados, que el Resucitado confió a los jefes del nuevo Israel: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Él repitió: "¡La paz esté con vosotros! ¡Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros!" Después sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"» (Jn 20,20-23).

Este ministerio de perdón lo siguen ejerciendo los obispos, sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos. De este modo, Cristo ha querido seguir perdonando a todos los hombres de forma visible, a través de aquellos que le representan. Por medio de las palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre que es también pecador, Cristo mismo acoge al pecador arrepentido, le reconcilia con el Padre y le renueva con el don del Espíritu Santo como miembro vivo de la Iglesia: «Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Consoladoras palabras que Cristo ha querido que no las presintiéramos confusamente o las imagináramos en nuestro interior, sino que las oyéremos físicamente, para que experimentemos la alegría y la seguridad del perdón.

Oración (Salmo 51)

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

* * * * *

Sugerencias para la oración

Conviene que te preguntes más de una vez: «¿Yo quiero de verdad a alguien?» No sea que algún día te sorprendas al descubrir que, en realidad, eres un gran monumento de egoísmo. Y, para averiguarlo, lo mejor es que te preguntes a su vez: «¿Le hablo a Dios de los otros?» Porque ésta es la mejor prueba de tu amor.

La mayor parte de las oraciones que conservamos de Jesús, son de alabanza, de entrega y… de petición por los demás: «Perdónalos» (Lc 23,34), «que te conozcan» (Jn 17,3); «cuídalos» (Jn 17,11); «guárdalos» (Jn 17,15); «santifícalos» (Jn 17,17), «que sean uno» (Jn 17,21); «que donde yo esté, estén también conmigo» (Jn 17,24).

¿Le hablas a Dios de tus hijos, de tu esposo o esposa, de tus amigos, de los pobres, de los que no creen…? Si no lo haces, ¿cómo se te ocurre presumir de que los quieres?

¿Y qué pides para ellos? ¿Que tengan salud y dinero? ¿Que aprueben los exámenes? Bien; pero podías quererlos mucho más. Pídele que les suceda lo que Dios quiere. Porque él sabe más y les quiere más que tú.

CREER EN DIOS EN UN MUNDO DE INCREENCIA .

Capítulo V
CREER EN DIOS EN UN MUNDO DE INCREENCIA
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A los cristianos de hoy nos toca vivir en un mundo en el que muchos hombres han desplazado a Dios de su vida y viven como si Dios no existiera; bastantes incluso niegan explícitamente su existencia. La increencia, la indiferencia, el ateísmo, nos rodean y acechan nuestra vida de fe. Y no se trata solamente de posturas individuales, sino de un fenómeno social amplio y difuso, que condiciona la visión del mundo, el modo de entender la vida, los criterios de valor, los comportamientos, la convivencia...; en una palabra, la cultura de nuestra sociedad.

Como este fenómeno nos afecta también a los creyentes, que vivimos en la misma sociedad y respiramos los mismos aires que todos, necesitamos replantearnos los fundamentos de nuestro creer y esperar, para afianzarlos y para poder dar razón de ellos ante todos los que nos rodean.

Para ayudarnos en este replanteamiento, analizaremos en primer lugar las características más relevantes de la cultura contemporánea. En un segundo momento, intentaremos descubrir los desafíos y retos que esta cultura plantea a la fe cristiana. Y, por último, procuraremos determinar las exigencias que se deducen de todo esto para nuestro modo de vivir la fe en estas circunstancias.

1. Características relevantes de la cultura contemporánea

Sin entrar en análisis profundos de tipo filosófico o sociológico, podemos individuar así los aspectos más relevantes de nuestra cultura que están incidiendo sobre la fe cristiana:

a) Una civilización científico-técnica

Un rasgo relevante de nuestra cultura es el espíritu científico, fruto de las grandes conquistas de las ciencias positivas en el último siglo. De ellas arrancan innumerables avances técnicos y tecnológicos que, no sólo han modificado nuestro modo de vivir, sino que llegan a determinar la concepción que el hombre tiene de sí mismo.

No se pueden negar los bienes que la ciencia y la técnica han aportado y aportan a la persona y a la sociedad. Pero, aun reconociendo tales bienes, es preciso reconocer también ciertos riesgos: que el hombre se embriague con sus conquistas, se fascine ante ellas y piense que «es como Dios», excluyendo por tanto a un Dios trascendente. El hombre puede llegar a absolutizar la ciencia y la técnica, y acabar, o bien por excluir la fe como innecesaria (si la ciencia lo explica todo, ¿para qué sirve la fe?), o bien por crear un antagonismo entre la ciencia y la fe (ciencia y fe son dos mundos diferentes y hasta enemigos), o bien por vivir en un permanente dualismo (recurrimos a la ciencia para todo; a la fe en lo que nos resulta misterioso, incomprensible).

b) Una civilización del consumo y del bienestar

Los avances de la ciencia y de la técnica han traído consigo en el mundo occidental una gran expansión económica, cuyo resultado ha sido la sociedad del bienestar que, a su vez, ha traído un espíritu desmedido de consumo: se procura un exceso de bienes y se crean falsas necesidades; la producción tiende a convertirse en un fin en sí misma; lo superfluo se convierte en necesario; el hombre se convierte en consumidor.

El espíritu consumista acaba generando en el hombre un ansia insaciable de tener y poseer; se siente desgraciado si tiene menos que los demás y acaba siendo insolidario, porque olvida a los más pobres y contribuye indirectamente a su explotación. Este materialismo le lleva fatalmente a vivir como si Dios no existiera y a procurar sacar el máximo provecho de la vida prescindiendo prácticamente de Dios.

c) Una sociedad que desea y busca libertad

La libertad es una cualidad inalienable de la persona, el primero de los derechos fundamentales del hombre porque Dios nos ha hecho libres. La libertad es condición necesaria para que toda persona o grupo social desarrolle y alcance su proyecto personal. Ser persona equivale a ser libre; pero ser persona equivale también a conquistar la propia libertad.

Porque la libertad es don y tarea, no resulta fácil. Unida al bienestar material, puede llevar o bien al individualismo, por el que nos aislamos y despreocupamos de los demás, o a un espontaneísmo que confunde libertad con realización del impulso del momento. Muchos, además, entienden la libertad como una libertad absoluta y sin límites, piensan que cualquier cosa atenta contra ella. Por ello consideran que la libertad es incompatible con la existencia de Dios porque pone límites a la libertad del hombre.

d) Una sociedad pluralista

En la sociedad actual coexisten diferentes modos de concebir la vida y de organizar el mundo. Esta situación no es mala en sí misma. Pero hay que reconocer que puede afectar negativamente a la fe y a la vida de los cristianos, por cuanto tiende a privatizar la vida religiosa, es decir, a reducirla al ámbito de lo privado y de la sacristía, a hacerla irrelevante en el ámbito de lo social y, finalmente, a negarle toda proyección pública, con la excusa de que la fe cristiana es «una visión entre tantas», cuando no se le acusa de querer imponerse sobre las demás.

Además, el pluralismo, al relativizar los modos de pensar, acaba desconfiando de cualquier ideología que intente ofrecer una visión del mundo y de la propia sociedad. Y la consecuencia más inmediata es que el hombre experimenta un vacío de sentido y una honda sensación de desamparo. Entonces, cada uno tiende a construir su propia visión del mundo y su propio código ético y moral, dando como resultado una conciencia moral fragmentada e individualista y negando la existencia de una ética universal válida para todos.

2. Desafíos y retos para la fe cristiana

«La ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo», decía el papa Pablo VI. Esta ruptura afecta a lo central del Evangelio, es decir, al sentido de Dios y al sentido del hombre. Por eso resulta necesario exponer, aunque sea brevemente, los retos que la cultura contemporánea presenta a la fe cristiana.

a) Oscurecimiento de Dios y del sentido del hombre

El primer reto que se le presenta a la fe cristiana es que, para el hombre de hoy, Dios ya no resulta fácil de encontrar porque la mentalidad científico-técnica parece relegarle a la periferia y a los confines del mundo. Antes que buscar explicaciones en la religión, se buscan en la ciencia, de modo que Dios y su misterio son cada vez menos «misterio» y acaba por ser innecesario y hasta superfluo.

No es extraño pues que la increencia y la indiferencia religiosa afecten a un gran número de personas. Incluso para muchos bautizados, el hecho y la práctica religiosa han perdido o van perdiendo progresivamente significación y relevancia vital. Las mismas formas de vida contribuyen a que jóvenes y adultos pierdan la capacidad de preguntarse por el origen y el sentido último de la vida. Para muchos de ellos, la fe cristiana es incapaz de dar respuesta a sus necesidades, inquietudes e interrogantes más vitales.

Y el oscurecimiento de Dios produce el oscurecimiento del hombre, que se manifiesta no sólo en que el hombre pierde su fundamento sino también en la ausencia de convicciones sobre su ser y realidad más profundos. Y si el hombre no sabe lo que es, tampoco encuentra motivos para valorar y respetar a los demás hombres. Organizar la tierra sin Dios lleva fatalmente a organizarla contra el hombre. Con lo cual descubrimos una de las contradicciones más tremendas de nuestra civilización: el humanismo exclusivo (sin Dios) se convierte en un humanismo inhumano.

b) Nueva sensibilidad por el hombre y retorno a lo sagrado

Sin embargo, esta misma cultura, aún con grandes ambigüedades, está provocando una gran sensibilidad por la dignidad de la persona y su libertad, y un resurgir de lo sagrado.

En efecto, la sensibilidad por los derechos humanos aparece y crece con fuerza; los derechos de las minorías son cada vez más promovidos y respetados; en los países más ricos, se aprecia un aumento de solidaridad social hacia los países más pobres; se multiplican las iniciativas basadas en el voluntariado social... Todos estos hechos no pueden más que interpelar, y alegrar, a una conciencia cristiana que sabe que el camino del hombre es el auténtico camino hacia Dios.

Junto a esta sensibilidad, se descubre también una solicitud de valores religiosos que den sentido a la vida. En el corazón de muchos de nuestros contemporáneos brotan anhelos por encontrar respuestas más válidas, con mayor sentido y fundamento y de mayor alcance y repercusión vital que las que proporcionan los modelos de pensamiento actualmente de moda. Pero esta búsqueda de lo religioso irrumpe muchas veces bajo formas no siempre auténticas ni exentas de ambigüedad, como lo pone de manifiesto la búsqueda de una religión sin Dios, el desarrollo de las sectas, el auge de todo tipo de superstición y magia o el resurgir de los «fundamentalismos». Todos estos fenómenos exigen de los cristianos un cuidadoso discernimiento y un esfuerzo por conectar adecuadamente con las inquietudes religiosas de muchos con ofertas auténticas de sentido.

c) Ambivalencia de la cultura y división del corazón humano

Hemos de reconocer que las tensiones que atraviesan la cultura y el hombre contemporáneos, no son otra cosa que la manifestación de la división profunda que anida y atenaza el corazón del hombre. La cultura moderna refleja, con nuevos perfiles y modos, la eterna lucha dramática entre el bien y el mal, entre las fuerzas constructivas y las destructivas.

Sin embargo, a los ojos de la fe, el mundo no es un caos ni está sujeto a su propio albedrío ni dirigido por un destino fatal. Para la fe, el mundo aparece «fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del Maligno, para que se transforme según el designio divino y llegue a su consumación» (Gaudium et spes, 2). Por eso los creyentes nos sentimos impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz de Dios a los que no le conocen o lo rechazan, y a desarrollar todo el dinamismo de la caridad para que el mundo sea más Reino de Dios y casa del hombre.

3. Vivir la fe en un mundo de increencia

Para responder a todos estos retos, ¿qué calidades o características ha de tener la fe de los cristianos actuales?

a) Una fe, centro y fundamento de la vida

La fe no puede relegarse a la periferia de la vida, como una cosa más entre otras. Si Dios es el fundamento y está en el centro de la vida del hombre, nuestra adhesión a él tiene que estar también en el centro. La fe cristiana es verdadera fe cuando toda la existencia del cristiano se estructura y desarrolla en torno a ella, de modo que no sea algo añadido a la persona, sino el principio motivador y operante de toda la vida. La fe se convierte entonces en la fuerza que transforma e inspira «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (Evangelii nuntiandi, 19).

Por eso no podemos considerar la fe como algo que tenemos «de una vez para siempre». Tampoco tiene respuestas prefabricadas para todas las situaciones de la vida. La fe cristiana vive de la relación amorosa, viva y personal, con Dios, no sólo de las prácticas piadosas o de las fórmulas con que solemos confesarla. En una crisis como la actual, la fe cristiana sólo puede cimentarse en la escucha de Dios, en la intimidad con él y en la obediencia a su palabra.

b) Una fe, experiencia personal

Creer en Dios, vivir la fe, es tener experiencia personal de Dios, y de Jesucristo. Una experiencia que brota y arranca del encuentro personal con él y que lleva a descubrir que solamente él da respuesta a los interrogantes, anhelos y preguntas más íntimas y vitales. Significa que cuanto creemos no es un conjunto de verdades, de palabras o fórmulas, sino que nuestra fe es una adhesión a una persona, a quien creemos y en quien hemos puesto toda nuestra confianza.

Tener experiencia de fe es mantener una relación interpersonal con el Dios vivo y verdadero, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta relación interpersonal se nutre de la escucha de su palabra y de la oración. Y se traduce en vivir como hijos de Dios, haciendo la voluntad del Padre y amando a los hombres como hermanos. Quien tiene esta experiencia se convierte en «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13-16).

c) Una fe compartida y celebrada en comunidad

El cristiano no vive su fe en solitario. Se es cristiano en la Iglesia y gracias a la Iglesia. La Iglesia no es algo opcional para el cristiano, en el sentido que pueda optar y vivir la fe cristiana al margen o fuera de ella. Fe personal y fe eclesial se requieren mutuamente.

Ciertamente, la fe es un acto personal. Pero llegamos a la fe, podemos decir «yo creo», gracias al «nosotros creemos» que pronuncia la Iglesia. Es ella la que nos ha hecho y hace llegar continuamente la palabra de Dios y su presencia salvadora en los sacramentos.

En nuestra cultura individualista y fragmentada, la fe cristiana necesita hoy manifestar su dimensión comunitaria. Nuestra fe personal precisa de la fe de los demás cristianos, necesita expresarse y celebrarse en común; que sea la iglesia la que nos convoque como pueblo de Dios redimido y salvado, que sea la fe la que cree vínculos de unidad y fraternidad porque rebasa los lazos normales humanos.

d) Una fe encarnada y vivida en el mundo

No es posible creer en el Dios y Padre de Jesucristo al margen o huyendo de este mundo. Y la razón es bien clara: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16). El Vaticano II lo expresó bellamente: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes, 1).

Los cristianos, llamados a transformar el mundo en Reino de Dios, lo hemos de hacer desde dentro del mismo mundo y de su historia. Es la ley de la encarnación señalada por el mismo designio salvador de Dios, que, para rescatar al hombre, «plantó su tienda entre nosotros». Una fe que no se encarne en el mundo corre el riesgo de ideologizarse, de convertirse en teoría sobre Dios, pero no en adhesión al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.

e) Una fe testimonial

La fe no es «para uso privado» del cristiano; tampoco para recurrir a ella en momentos de dificultad ni mucho menos para tenerla como «tapagujeros». La fe es para anunciarla a todo el mundo sin ningún complejo de superioridad, porque servimos al Reino de Dios, pero tampoco sin ningún complejo de inferioridad, como pidiendo permiso para anunciarla.

No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que ha oído a Cristo y se ha adherido a él, se convierte en testigo de Cristo. Por eso, el testimonio nos es hoy más necesario que nunca. «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan...; o si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio» (Evangelii nuntiandi, 41).

f) Una fe que se vive en el amor

No es tarea fácil vivir como cristianos en un mundo secularizado, desunido y a veces enfrentado; en esa crisis de civilización que afecta sobre todo al occidente tecnológicamente desarrollado, pero interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios. En estas circunstancias ya no sirven las motivaciones puramente sociológicas ni la ilusión que nace de los proyectos humanos. Sólo la fuerza del amor que nace de la convicción de que Dios sigue apostando por el hombre, y precisamente por el hombre de hoy, es capaz de superar complejos de minoría, persecuciones e indiferencias.

A la crisis de civilización hay que responder con la civilización del amor, fundada sobre los valores universales de la paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización. A esta tarea estamos convocados todos los cristianos en estos tiempos de cambio de época en que nos ha tocado vivir.

Oración

Padre, muéstrate a los hombres de hoy tal como eres: el Dios omnipotente que crea y gobierna todas las cosas, el Dios de la gracia que salva, el Dios misericordioso que perdona.

Has enviado a tu Hijo unigénito para que revelara los secretos de tu nombre: sigue enviando testigos y profetas para que el mundo de hoy reciba el anuncio de que eres Padre y cuidas de todos tus hijos.

Libra a nuestra sociedad del orgullo, del materialismo y de la violencia. Destruye todos nuestros ídolos. Abre los corazones de todos a la fe, la esperanza y la caridad.

Inspira en el corazón de los jóvenes la nostalgia de ti, haz que experimenten la alegría de ser tus hijos y sientan la urgencia de darlo a conocer a todos.

Danos a tus hijos entrañas de misericordia ante toda miseria humana. Inspíranos el gesto y la palabra oportuna ante el hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado, desorientado o deprimido.

Que tu Iglesia, Padre, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando. Amén.

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

¿De qué hablas con Dios? ¿Siempre y sólo de ti mismo, de tus problemas y de tus necesidades? Pues entonces, lo que haces es presentarle a Dios tu egoísmo.

Anda, aprende de Jesús:

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien» (Lc 10,21).

Jesús comienza admirando lo bien que hace las cosas el Padre, y alabándolo por ello. Y lo mismo hace su Madre en el Magníficat. Si quieres parecerte a ellos, antes de pedir, comienza recordando lo que ya te han dado. Sobre todo recuerda la maravilla de conocer a Dios, su grandeza, su sabiduría, su amor.

Y, si Dios hace tan bien las cosas, pues ¡que las siga haciendo a su modo!: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26,39).

Así oró Jesús y así nos enseñó a orar en la primera parte del Padrenuestro. Procura que tu oración sea siempre así: alabanza a Dios y sumisión convencida a su voluntad. Si lo haces así, tu vida será siempre alegre, nada te quitará la paz. Porque, pase lo que pase, siempre podrás decir con el poeta indio: «Todo lo que sucede es adorable».

LA ORACIÓN DE LOS HIJOS

Capítulo IV
LA ORACIÓN DE LOS HIJOS
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Jesús ha querido dejar a sus discípulos una oración: el Padrenuestro. Para todos los cristianos es una oración sagrada, no sólo porque ha salido de los labios mismos de Jesús, sino sobre todo porque es una síntesis de todo su Evangelio. Por eso, al recitarla una y otra vez, cada uno descubre con profundidad y cada vez más quién es y a qué está llamado.

Durante su vida terrena, Jesús vivió su relación con Dios al modo humano, por medio de la oración. Por eso su oración fue absolutamente original y única, ya que brotaba de su ser Hijo de Dios. Fue una oración filial, que se dirigía a Dios con toda confianza como «Abbá» y le manifestaba su disposición obediente a realizar con prontitud todo aquello que le agradaba: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).

Hijos adoptivos de Dios por la fe y el bautismo, habiendo recibido «el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4,6), los cristianos podemos participar ya en esta vida, por medio de la oración del Señor, de la misma comunión que, en su vida terrena, vivió Jesús de Nazaret con el Padre. Al enseñarnos a orar con sus propias palabras, Jesús nos introduce en su propia oración, en su propia espiritualidad, en el secreto de su corazón de Hijo de Dios hecho hombre.

En una palabra, el Padrenuestro es la oración que conforma nuestra mente y nuestro corazón a semejanza de Jesús. Y por ello es a la vez modelo de toda oración cristiana y una forma de vida: la de los hijos de Dios.

Su estructura es simple y esencial. Jesús dice en el Sermón del Monte: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). De acuerdo con esta orientación, el Padre nuestro consta de una invocación o llamada («Buscad»), de una primera serie de tres peticiones, que suplican la intervención de Dios en la vida humana («el Reino de Dios»), y de una segunda serie, también de tres peticiones, que presentan a Dios nuestras necesidades («y todo lo demás…»).

Invocación

«Padre»

Jesús nos exhorta a invocar a Dios como «Padre», «Abbá», porque él es su Hijo y quiere que nosotros seamos y vivamos como hijos; de ahí que nos anime a comenzar la oración con este grito de confianza y amor. Al llamar así a Dios, nos sentimos amados y comprendidos por él hasta el fondo. ¿Cómo dudar del amor de quien hizo morir a su Hijo por nosotros cuando todavía éramos pecadores? (cf. Rm 5,8). Le buscamos porque sabemos que es él quien nos está buscando y esperando siempre.

«Nuestro»

Incluso cuando nos dirigimos a Dios en la más absoluta soledad (cf. Mt 6,6), siempre nos presentamos ante él como miembros de una familia, la de los hijos de Dios. Oramos siempre unidos con nuestro Hermano mayor, Jesús, que en realidad es el que ora a través de nosotros; con todos nuestros hermanos cristianos que peregrinan en todas las naciones de la tierra y con los que están ya en la patria; y nuestra oración abarca también a los hijos que no invocan a Dios porque no saben que es su Padre.

«Que estás en el cielo»

No queremos decir que esté lejos, porque es lo más cercano que tenemos: en Cristo el cielo se ha acercado a la tierra y se nos ha abierto un camino para penetrar en él. Lo que queremos expresar es que este Padre es inmenso, grande, inabarcable; no podemos proyectar en él las categorías de la experiencia de la paternidad terrestre, siempre limitada e imperfecta. Porque, si lo hiciéramos, no podrían llamarle Padre los que no han conocido un padre en esta tierra, ni los que han tenido una mala experiencia de él.

Primera parte: El Reino de Dios

En la primera serie de peticiones le suplicamos que cumpla su designio salvador en la historia de los hombres y que éstos acepten su voluntad, ya que sólo así podremos alcanzar la felicidad para la que hemos sido creados. Dicho de otro modo, le pedimos que ejerza su paternidad para que los hombres nos comportemos como hijos y como hermanos.

Y esto se lo decimos de tres modos; no para que él nos entienda mejor, sino para que lo entendamos mejor nosotros.

«Santificado sea tu nombre»

En el ambiente cultural bíblico, el nombre manifiesta y expresa lo que es la persona. Por tanto, le pedimos que sea santificado él mismo.

Pero, ¿cómo es posible una santificación del Santo? Porque la palabra «santo» indica lo que es propio, típico de Dios, aquello que le distingue de todo lo que es finito y creado. No podemos, por tanto, pedir que Dios sea divinizado.

Lo que le pedimos en realidad es que nos haga participar de lo que él es, que su santidad se realice y difunda en toda la gran familia cristiana. Es decir, le pedimos como gracia lo que después se convierte en nuestra máxima exigencia, como nos dice San Pedro: «Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: "Seréis santos, porque yo soy santo"» (1 Pe 1,15-16).

Y, como Jesús nos ha revelado que lo más propio e íntimo de Dios es ser Padre, y un Padre «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45), lo que en último término le pedimos es ser perfectos como él es perfecto (cf. Mt 5,48), imitar su amor absolutamente gratuito, ser signos de su bondad generosa, para que pueda ser conocido por todos los hombres.

«Venga a nosotros tu reino»

El «reino de Dios» es la situación nueva que se crea cuando el hombre acepta, dice sí, a la oferta que le viene de parte de Dios. Se trata, por tanto, de una realidad bilateral, de una «alianza», como la llama la Biblia. En consecuencia, lo que aquí pedimos son dos cosas: que Dios nos ofrezca la salvación y que nosotros la aceptemos.

Ahora bien, la oferta de Dios ha tenido un desarrollo progresivo, y, por tanto, la respuesta del hombre se ha tenido que ir adecuando también a lo que Dios le pedía en cada momento. En Moisés, Dios ofreció su protección a cambio de que el hombre cumpliera sus mandamientos. Pero después, en Jesús, Dios se ha revelado como Padre y nos ha ofrecido ser hijos en el Hijo; y lo que nos pide a nosotros es que creamos en el Hijo que él ha enviado. Pero, una vez llegados a este nivel, aún hay otro desarrollo ulterior: se trata de que Cristo esté cada vez más presente en todos los hombres e incluso en toda la realidad creada, para llevarlo todo a la plenitud querida por Dios. El término de todo este proceso será esa meta final que nos describe San Pablo: «Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que le ha sometido todas las cosas, para que Dios sea todo en todo» (1 Cor 15,28).

A la luz de esto, cuando los cristianos decimos «venga a nosotros tu reino», lo que pedimos es una presencia mayor de la riqueza de Cristo entre los hombres, en su vida, en su convivencia social, en las estructuras, en el mundo en que habitan; y una presencia que sea aceptada por los hombres, ya que sólo así podrá desarrollar toda su eficacia. En una palabra, que la alianza entre Dios y los hombres vaya convirtiéndose en esa comunión total de vida y de amor, que es el término previsto por Dios.

«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»

Jesús dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Con esta tercera petición, Jesús quiere, pues, que sus discípulos adoptemos su misma opción fundamental y que dé sentido a toda nuestra vida.

Pero, al formularla como oración al Padre, Jesús plantea la cuestión como un compromiso para Dios y para nosotros. Por una parte, nos hace pedir a Dios que realice plenamente en nosotros su designio amoroso. Y, por otra, nos compromete a nosotros a desear y hacer esa voluntad como nuestro bien supremo. Ahora bien, hacer la voluntad de Dios comporta una docilidad permanente respecto a todas las indicaciones que recibimos de él a través de su palabra, encarnada en Cristo e interpretada por el Espíritu, y a través de la historia de cada uno. De modo que, en cada momento de nuestra vida, le digamos al Padre como Jesús: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14,36).

Además, la petición tiene un alcance universal y pleno: «en la tierra», es decir, en todos los hombres y por parte de todos los hombres; «como en el cielo», como se cumple ya en aquellos en los que el designio divino ha alcanzado su objetivo último: la identificación total con la vida y el amor de Dios. Realmente, esto equivale a pedir que la tierra, el mundo de los hombres, se transforme en el cielo, el mundo de Dios.

Segunda parte: Todo lo demás

Tras haber pedido al Padre aquello que es prioritario, lo que afecta a la realización y al reconocimiento de su paternidad, los hijos le planteamos nuestras necesidades más absolutas: el pan de la subsistencia, la reconciliación y la comunión, y la libertad frente «al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el fuego» (Mt 10,28).

«Danos hoy nuestro pan de cada día»

Literariamente, esta petición ocupa el centro del Padrenuestro. Además, es también la que aparece como más característica del cristiano que se dirige al Padre, ya que lo propio de un padre es dar el pan a los hijos.

En el ambiente cultural bíblico, el pan es, al mismo tiempo, una realidad concreta y un símbolo. Y ambos sentidos están presentes aquí.

Como sabemos que Dios Padre se preocupa del desarrollo concreto de la vida del hombre, le pedimos el alimento básico que sustenta la vida. Y este alimento es el pan, un alimento hecho por el hombre para el hombre y que es compartido por cada uno en el seno de la familia.

Pero el pan es también símbolo que evoca todo aquello que hace la vida agradable y digna. Por eso le pedimos también vivienda, vestidos, educación…, todo lo que es necesario para vivir con dignidad y alegría.

Y el hijo de Dios necesita aún otro tipo de alimento: aquél que sólo puede dar directamente el Padre, «el pan de Dios que es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,33). Este pan de vida es Jesús, que se nos da como alimento en la Eucaristía. Por eso los cristianos recitamos solemnemente el Padrenuestro antes de recibir la comunión.

El pan, en todos estos sentidos, lo pedimos hoy y para hoy: por dos veces se insiste en la cotidianidad. Porque estamos convencidos de que nuestro Padre sigue con solicitud el desarrollo de nuestra vida, día a día, momento a momento. De ahí que no busquemos almacenar tesoros en la tierra ni nos preocupemos siquiera de precavernos ante el futuro imprevisible. Vivimos al día porque sabemos que el Padre nos ama y protege día a día, sin anticipaciones ni retrasos.

Finalmente, el pan que pedimos es «nuestro», no «mío»: es de todos y debe alcanzar a todos. Lo pedimos unos para otros.

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

Para la verdadera vida, tan esencial como el pan es la reconciliación. Sin ella no hay comunión, no hay verdadera vida humana, vida de hermanos, hijos de Dios. Y la reconciliación pasa necesariamente por el perdón de las ofensas, el perdón pedido y concedido. En esta petición nos encontramos con el misterio central de nuestra fe: Dios «nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18).

Ofendemos a Dios al no reconocerlo como Padre, pero también, cada vez que ofendemos al hombre, no actuando con él fraternalmente, no reconociéndolo como hermano, no perdonándole lo mínimo cuando Dios nos ha perdonado lo máximo (cf. Mt 18,21-35).

Por eso le pedimos al Padre el perdón de nuestros pecados actuales, sabiendo que este perdón está condicionado a la reconciliación con el hermano: «perdonad y seréis perdonados» (Lc 6,37). Pero le pedimos también el perdón definitivo, el día en que todos los hijos nos encontremos con el Padre. Y, mientras tanto, como hijos que han experimentado la paternidad de Dios en el perdón, nuestra oración hace de nosotros constructores de la «civilización del amor», que perdonan en nombre de Dios: «A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará» (Jn 20,22).

«No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal»

La oración del Señor concluye pidiendo al Padre que nos ayude en el momento en que nuestra fidelidad esté en peligro y nos libere del mayor de los males: no llegar a la vida que nos tiene reservada.

No le pedimos que nos libere de la tentación. En efecto, la tentación es una presión que se ejerce sobre nuestros valores y actitudes. Pero esta presión, si somos capaces de vencerla, consolida los mismos valores y nos hace madurar. Sin embargo, dada la debilidad del hombre, la tentación puede desembocar también en la derrota.

Por eso le pedimos a Dios Padre una intervención de defensa: que nos evite entrar en las arenas movedizas de aquellas tentaciones cuyo resultado sería negativo.

En cambio, le pedimos con toda rotundidad que nos libre del Mal, o del Maligno. El cristiano sabe por experiencia, iluminada por la palabra de Dios, que existe una red misteriosa de insidias que tiende a envolverlo y desorientarlo. Más aún, que existen en él puntos débiles, en los cuales el demonio podría hacer presa, y le es difícil darse cuenta de todos. Dios Padre ha superado el mal de la historia desde el principio, y lo ha vencido a través de la muerte de Cristo. Por tanto, puede defender a sus hijos, no sólo poniéndolos en guardia, sino arrancándolos de la garra del «Maligno».

Esta última petición constituye, en el fondo, una llamada al realismo de la situación precaria del cristiano. Éste no puede hacerse ilusiones. Aunque es en verdad hijo de Dios, no puede creer que ha alcanzado ya un nivel de seguridad por encima de todo riesgo. Está aún en camino. Y por eso pide al Padre que tutele su camino, que lo libre incluso de sí mismo, de aquellas zonas de ataque del Maligno de las que se siente y es portador.

Oración

Padre nuestro, que estás en el cielo, tu grandeza llena el universo. Alabado seas porque has querido que seamos hijos tuyos y nos rodeas siempre con tu providencia.

Padre, que tu nombre sea santificado, conocido, amado, celebrado por todos los hombres. Muéstrate a todos tal y como eres.

Padre, venga tu reino a este mundo, tan oprimido por violencias e injusticias. Venga tu reino de amor a la humanidad entera.

Padre, hágase tu voluntad en nuestra vida y en la de nuestros hermanos, y allí donde haya un ser humano que vive, ama, lucha y espera.

Padre, danos hoy nuestro pan de cada día: pan para dar de comer a los hambrientos, ropa para vestir a los desnudos, trabajo para los que no lo tienen.

Padre, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Danos la gracia del perdón mutuo y haz que seamos agentes de reconciliación.

Padre, no nos dejes caer en la tentación del dinero, del prestigio y del poder. Guárdanos de la tentación de renegar de ti o de prescindir de ti.

Padre, líbranos del mal y de la opresión del maligno. Líbranos del egoísmo, de la impureza, de las estructuras de pecado.

Porque tuyo es el reino, Padre, tuyo el poder y la gloria por siempre. Amén.

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

En la oración siempre nos debemos dirigir al Padre, origen y meta de nuestra vida. Pero nunca lo hacemos solos. Siempre nos acompaña Jesús. Primero, porque el Padre está en Jesús, y Jesús en el Padre (cf. Jn 14,10). Pero, además, es que Jesús hace siempre suya la oración del discípulo que ora en su nombre: orando somos hijos en el Hijo. Por eso el Padre siempre nos escucha como a Jesús:

«Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13-14).

Conviene, pues, que oremos como Jesús y unidos a Jesús. Él debe ser también el camino de nuestra oración. Le debemos decir con frecuencia: «Señor, acompáñanos en nuestro diálogo con el Padre, pídele por nosotros, enséñanos a saber pedir». La oración cristiana es un diálogo con el Padre y con el Hijo. Más aún, y éste es un gran misterio, acaba siendo un diálogo entre el Padre y el Hijo a través de nosotros.

Y aún hay un tercero, que está como «tapado»: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre» (Gál 4,6). Es el Espíritu Santo el que nos hace orar; más aún, el que ora en nosotros. Él nos da la fe, la esperanza y el amor que necesitamos para dirigirnos al Padre. Por eso le debemos invocar muchas veces, sobre todo al principio de nuestra oración.

En definitiva, nuestra oración es un diálogo con la Santísima Trinidad. Un diálogo que comenzamos ahora en nuestra vida terrena y que continuará por toda la eternidad. Por eso la oración es un anticipo del cielo.

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HIJOS EN EL HIJO

Capítulo III
HIJOS EN EL HIJO
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1. Somos hijos

El Hijo de Dios, Jesús, no ha sido enviado solamente para darnos a conocer al Padre, sino también para convertirnos a nosotros, sus discípulos, en hijos de Dios. Releamos, ya completa, la afirmación de San Pablo que ya citamos: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos» (Gál 4,4-5). Ésta es la gran noticia: en el Hijo, en Jesús y por Jesús, nosotros llegamos a ser hijos de Dios; y, por tanto, él es también nuestro Padre. Así se lo dijo Jesús a María Magdalena: «Vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20,17).

Ciertamente, Dios es nuestro Padre por el mero hecho de habernos creado y de cuidar de nosotros con su providencia amorosa; en este sentido, todos los hombres son hijos de Dios. Pero cuando Pablo dice que en Jesús recibimos «la condición de hijos» se está refiriendo a una nueva realidad, a un salto cualitativo que se produce en nuestro ser: en Jesús llegamos a participar de la misma vida del Padre. Por eso el Evangelio habla de un nuevo «poder», de una nueva capacidad, a la que se accede por un nuevo nacimiento: «A cuantos le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios. Éstos no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios» (Jn 1,12-13).

¿Cómo se produce este nuevo nacimiento? Las palabras del prólogo de San Juan que acabamos de citar, lo apuntan con toda claridad: nacemos «de Dios». Lo cual quiere decir, en primer lugar, que nacemos por pura iniciativa gratuita del amor del Padre: «Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos...» (Ef 1,4-5). Pero, además, nacemos «de Dios» porque nacemos por el Espíritu: «Nadie puede entrar en el Reino de Dios (en la condición de hijo), si no nace del agua y del Espíritu» (Jn 3,3-5), como dijo el mismo Jesús a Nicodemo. Es el don del Espíritu, visibilizado por el agua del bautismo, el que nos transforma en hijos de Dios.

Ahora bien, este nuevo nacimiento no se realiza al margen de nuestra libertad. La iniciativa divina necesita ser acogida por nosotros. Y esto lo hacemos recibiendo al Hijo enviado por el Padre y creyendo en él: «A cuantos lo recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre...», nos ha dicho San Juan. La fe en Jesús, proclamada en el bautismo, es la condición para que la vida divina penetre en nosotros.

Si Dios ha destinado a todos los hombres a ser sus hijos y esto se realiza por la fe en Jesús y el bautismo, se comprende el último mandato de Jesús a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Si bien es verdad que, los que sin culpa suya no llegan a conocer el Evangelio de Cristo o tan siquiera llegan a conocer a Dios, pero se esfuerzan en vivir según su conciencia, pueden llegar a alcanzar también la condición de hijos. Porque la gracia de Dios actúa de modo invisible en el corazón de todos los hombres de buena voluntad; el Espíritu ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, lleguen también a ser hijos en el Hijo.

Aún nos queda una cuestión importante: ¿en qué consiste esta nueva condición de hijos? La verdad es que, de momento, no podemos comprenderla del todo, porque desborda nuestra capacidad actual de conocer. Somos mucho más de lo que ahora podemos descubrir, como nos dice San Juan: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos». Pero el apóstol añade en seguida: «Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Es decir, el despliegue final de lo que ahora ya somos de forma inicial y velada consistirá en que seremos semejantes a Dios y lo conoceremos de verdad. O, dicho de otro modo, viviremos la misma vida de Dios. ¿Cómo es esto posible para una criatura? San Pablo, iluminado por el Espíritu, se atreve a balbucear una explicación: Lo que sucede es que el Padre ha impreso en nosotros la imagen de su Hijo, nos ha «conformado» con él a través del don del Espíritu (cf. Rm 8,29; Ef 1,14), de modo que podemos exclamar como el Apóstol: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 22,20). Somos, pues hijos porque formamos parte del Hijo. Y por eso esperamos participar también de su herencia, de su destino de gloria (cf. Rm 8,11; Gál 4,7).

2.Vivir como hijos

Si somos hijos de Dios y Dios es amor, vivir como hijos será necesariamente vivir en el amor. La vida cristiana no tiene otro sentido ni finalidad que el amor.

Pero vivimos en un mundo en el que el amor está siempre amenazado; más aún, parece muchas veces imposible. El corazón de las personas está dominado por el egoísmo, las relaciones sociales se basan en la competencia y en la ley del más fuerte, las personas a las que amamos nos responden muchas veces con la ingratitud o van desapareciendo una tras otra, dejando en nosotros un tremendo vacío. ¿No será el amor una utopía irrealizable o una pasión inútil?

Si queremos vivir el amor en estas circunstancias, nuestro amor necesitará tener estas dos condiciones: una convicción firme de que el amor es más fuerte que el egoísmo y la muerte, y una confianza ilimitada en la victoria final del amor. Por eso San Pablo desglosa la actitud cristiana fundamental en tres virtudes: «Éstas son las tres cosas que quedan: fe, esperanza, amor; y de ellas la más valiosa es el amor» (1 Cor 13,13). Son las tres virtudes que llamamos «teologales» porque tienen como origen, motivo y objeto a Dios, las que nos permiten comportarnos como hijos de Dios.

En realidad, las tres forman la actitud única que es capaz de adoptar el cristiano por su participación en la vida divina; aunque cada una acentúe un aspecto especial. El amor es la plenitud de la vida divina a la que hemos sido llamados a participar. La fe es la puerta por la que entramos al amor, la confianza en su poder y los ojos que nos permiten reconocerlo. Y la esperanza es la seguridad de que el amor no falla nunca y que acabará triunfando.

Antes de explicarlas más detenidamente, caigamos en la cuenta de que estas tres virtudes son a la vez don y tarea. Son dones que infunde en nosotros el Espíritu Santo y que nos capacitan para entrar en relación con Dios. Pero estos dones exigen que nosotros pongamos manos a la obra: por eso expresan también nuestra respuesta agradecida al amor gratuito de Dios; y, en esta segunda perspectiva, fundamentan, animan y caracterizan todo el obrar del cristiano.

a) Amar

Jesús nos enseñó que en los mandamientos de amar a Dios y al prójimo se basaba toda la ley y los profetas (cf. Mt 22,40). Con ello nos hacía caer en la cuenta de que el amor es el corazón y la síntesis de toda la conducta humana con Dios y con los hombres. Como luz que ilumina todo, como sal que a todo da sabor, el amor da forma a todas las demás virtudes. Con razón afirma San Pablo: «Si no tengo amor, nada soy… si no tengo amor, nada me aprovecha» (1 Cor 13,1-3).

Pero Jesús quiso que profundizáramos más en el valor primordial del amor a través de aquellas palabras solemnes: «Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13,34). ¿En qué reside la novedad de este mandamiento, que, además, se presenta como el «único» mandamiento de Jesús? (cf. Jn 15,12).

En primer lugar, en que nuestro amor es respuesta a otro amor primero. Hemos de amar porque antes hemos sido amados: «El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios. Dios ha tomado la iniciativa y lo ha hecho desde su propio ser, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Y «Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él» (1 Jn 4,9). En Jesús, Dios se nos ha dado por entero.

Nuestro amor, además, ha de ser imitación del de Cristo. Porque si Jesús es la manifestación del amor de Dios, él es el único paradigma del amor auténtico. Y ya sabemos que su amor es, primero, total, ya que nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1), hasta dar su vida por nosotros (cf. Jn 15,13); por eso nos puede pedir que demos la vida unos por otros. Y, en segundo lugar, su amor es absolutamente gratuito, ya que murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores (cf. Rm 5,10); y por eso nos pide que amemos incluso a nuestros enemigos (cf. Mt 5,44).

Esto nos resultaría imposible si nuestro amor no fuera participación del mismo amor de Dios. Es él quien nos concede amar con el mismo amor con que el Padre ama al Hijo y a nosotros: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

Por último, en Jesús y desde Jesús, el amor tiene dos destinatarios íntimamente unidos, Dios y el hombre: «Todo el que ama a aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de él» (1 Jn 5,1). Por eso Jesús unió indisolublemente el amor al prójimo con el amor a Dios, haciendo de ellos un sólo mandamiento. En definitiva, la realidad y la exigencia del amor nos descubre que vivir como hijos de Dios supone necesariamente vivir como hermanos de los hombres. Por que el hombre es la representación visible de Dios en este mundo: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20). Al hacernos hijos de Dios, Jesús nos ha dado también la capacidad de ser hermanos de todos los hijos de Dios por los que él ha dado la vida: Jesús murió «para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52).

Hijos en el Hijo y hermanos en el Hermano; éste es nuestro supremo don y nuestra principal exigencia.

b) Creer

Para la Sagrada Escritura, creer significa sentirse seguro en Dios, confiar en él, basar en él la existencia y encontrar en él apoyo y estabilidad. No se trata, por tanto, de un puro asentimiento intelectual ni tampoco de un mero sentimiento, sino de la entrega de todo nuestro ser a Aquél que es mayor que nosotros. Es un acto de confianza absoluta como el que hizo Abrahán, que «por la fe obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). O como el que realizó María al decir: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38). Y, sobre todo, como el que realizó Jesús, que confió en el Padre y lo obedeció hasta la cruz, hasta el aparente abandono de la muerte. El Padre premió este abandono total resucitándolo. Y este desenlace se convirtió para nosotros en el fundamento de nuestra fe.

Esta confianza absoluta en Dios nos abre también a una nueva visión de la realidad, ya que nos hace capaces de ver con los ojos de Dios. Por eso la fe, además de entrega es también una nueva manera de conocer a Dios y, desde él, al hombre y al mundo.

Ahora bien, ni la entrega que supone la fe ni la nueva luz que concede son obra nuestra, sino obra de Dios, gracia que se recibe gratis. Cuando San Pedro confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo de Dios, Jesús le aclaró: «Esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Lo cual no quiere decir que el hombre reciba este don sin poner nada de su parte. La fe es también un acto plenamente humano y, como tal, esencialmente libre. De ahí que la fe sea también una tarea: debemos cuidarla y hacerla crecer alimentándola con la palabra de Dios, la oración y la coherencia de nuestra vida.

Y aún nos queda por constatar algo importante. La fe es un acto personal, pero no un acto que hace el individuo de forma aislada. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. En primer lugar, porque todos recibimos la fe a través de otros; en definitiva, a través de la Iglesia, que es la que engendra, conduce, alimenta y sostiene nuestra fe. Creemos por la Iglesia y en la Iglesia. Pero es que, además, creemos también para los demás hombres. Si Dios nos ha dado el don de la fe de modo totalmente inmerecido, es para que lo transmitamos a otros. Todo creyente es misionero, porque es enviado a proclamar y difundir la fe.

c) Esperar

La esperanza no es más que el lado de la fe que nos da la certeza de que Dios tiene cuidado del mundo, lo ama y lo dirige hacia el fin previsto por él.

Los hombres vivimos en el presente, pero con la mirada puesta en el futuro. La fuerza secreta que mueve todo el esfuerzo humano es la esperanza en un mañana diferente. Es verdad que una y otra vez nos sentimos frustrados por el fracaso de nuestras aspiraciones; pero la esperanza vuelve siempre a resurgir. Y es que Dios ha puesto en el corazón de todo hombre un anhelo de felicidad, de realización plena y total. Pues bien, la virtud de la esperanza manifiesta el sentido último de este anhelo, porque descubre el objeto al que tiende, la bienaventuranza eterna, y da la seguridad de poder alcanzarlo.

Lo que la esperanza espera es el don último, la gloria del cielo prometida por Dios a los que lo aman y hacen su voluntad (cf. Rm 8,28-30; Mt 7,21). Pero se trata de un don que comenzamos a gozar ya desde ahora; de una meta que está más allá del tiempo, pero que se inicia ya en la historia; de un futuro todavía misterioso, pero que se va alumbrando ya en el presente. Por eso la virtud de la esperanza es luz que nos permite valorar y discernir el auténtico progreso humano y fuerza que nos lleva a superar todos los fracasos, con la confianza de que el mundo está en buenas manos y de que Dios tiene un designio de bondad sobre cada hombre.

El fundamento principal e insustituible de la esperanza cristiana es Cristo muerto y resucitado, y el don del Espíritu. En efecto, si el Padre ha dado un nuevo sentido y valor a la muerte de Jesús, no hay situación del creyente, por muy difícil que sea, que pueda destruir su esperanza. El poder de la resurrección de Cristo es la gran victoria de la vida sobre la muerte; del poder de Dios sobre la debilidad de la carne; del amor de Dios sobre el odio de los hombres; de un futuro de bienaventuranza sobre un presente inestable y caduco. Y de todo esto estamos seguros porque somos ya hijos de Dios y hemos recibido el Espíritu Santo como «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14). Por tanto, «si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,17).

La esperanza cristiana, como la fe, no es una esperanza individual, sino una esperanza con otros y para otros. Es la esperanza de todo un pueblo en camino hacia la tierra prometida, la comunidad cristiana, en la que recibimos, alimentamos y compartimos este don. Y es esperanza para todo hombre, porque sabemos que Dios no ha excluido a nadie de su amor.

Oración (Ef 1, 3-10)

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

No se te ocurra ir de chulo ante Dios. A esos que se creen los buenos, que dicen que no tienen ningún pecado, que creen que tienen muchos derechos ante Dios, él no los escucha. Recuerda:

«Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias". En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18,9-14).

Lo mejor, pues, es que te presentes ante el Padre como el hijo pródigo: «No soy digno de llamarme hijo tuyo» (Lc 15,19). Y para que esta actitud sea sincera, podías hoy dialogar con él respondiendo a esta pregunta. ¿Por qué no soy digno de llamarme hijo tuyo? Recuerda, recuerda lo que él te ha dado y cómo le respondes tú.