miércoles, 24 de junio de 2009

«Volveré junto a mi Padre»

Capítulo VI
«Volveré junto a mi Padre»
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1. La segunda conversión

Por el sacramento del Bautismo, Dios nos liberó del pecado y nos convirtió en hijos suyos y miembros de su familia, la Iglesia. Pero la nueva vida que recibimos entonces no suprimió en nosotros la fragilidad y debilidad de nuestra naturaleza, que nos lleva a pecar, es decir, a romper las relaciones con Dios y con nuestros hermanos. El pecado forma parte de nuestra experiencia de creyentes; hasta el punto que San Juan afirma con toda rotundidad: «Si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Por eso, cuando nos dirigimos a nuestro Padre, hemos de decirle constantemente: «Perdónanos nuestras ofensas».

Ciertamente, por el pecado no perdemos ni nuestra condición de hijos ni la de miembros de la Iglesia: por eso no nos volvemos a bautizar. Pero, como el hijo pródigo, abandonamos la casa paterna, es decir, rompemos las relaciones con Dios e interrumpimos o debilitamos el flujo vital que nos unía a él, la gracia. Para superar esta situación, hace falta una vuelta por nuestra parte, una conversión, y una nueva acogida de nuestro Padre, el perdón. Por eso Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en pecado grave y, por tanto, hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. Este sacramento les ofrece una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la filiación. De ahí que los Santos Padres presentaran este sacramento como «la segunda tabla de salvación», o también como «la segunda conversión». Como decía San Ambrosio, «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia».

2.Un sacramento en crisis

Es un hecho evidente que la práctica de este sacramento ha sufrido una gran crisis en los últimos tiempos. En contraste con épocas anteriores, en la actualidad hay muchos cristianos, incluso cristianos «practicantes» y «militantes», que apenas recurren a él.

Entre las causas complejas de esta crisis, habría que citar, en primer lugar, la pérdida del sentido del pecado que se deriva de la pérdida del sentido de Dios: sólo quien fundamenta su vida en la confianza y la obediencia filial al Padre, es capaz de valorar lo que significa el pecado. También influye, sin duda, la pérdida de criterios morales claros y objetivos: se ha caído en un subjetivismo y en un relativismo moral que hace depender el bien y el mal de la opinión social o de los intereses y estados de ánimo del sujeto. Y entre las razones de esta crisis no se puede silenciar el formalismo o rutina en la que muchos habían caído: había personas que se confesaban muchas veces, pero con poco provecho. Naturalmente, ahora se ha pasado al exceso contrario. Es un mal camino que, por desgracia, tomamos con excesiva frecuencia: cuando una cosa se ha convertido en rutinaria, en vez de profundizarla y de hacerla más auténtica, preferimos abandonarla.

El riesgo que corre la Iglesia, y en ella cada uno de nosotros, con la pérdida del sentido del pecado y la penitencia y, por tanto, del perdón y de la reconciliación, es ciertamente grande. Porque podríamos terminar perdiendo el sentido de la gratuidad, de la salvación como don de Dios que perdona los pecados. Hay una gran verdad cristiana que no podemos perder: el hombre es incapaz por sí mismo de amar hasta el fondo; sólo se vuelve capaz de amor verdadero por la transformación del Espíritu, que lo purifica gratuitamente y lo libera del egoísmo y del miedo a la muerte. Si perdemos de vista esta realidad, no tiene ya sentido aquella solemne proclamación de Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5,31-32). Además, el abandono de este sacramento supone la pérdida de uno de los elementos más personalizadores de la vida cristiana. Porque, digámoslo claramente, los pecados y el arrepentimiento es de lo más «mío» que tenemos cada uno.

Resulta, pues, necesario y oportuno que reflexionemos sobre el sentido de este sacramento y su importancia para la vida cristiana. Para hacerlo, nos puede servir de pauta la fórmula de absolución que actualmente utiliza la Iglesia. El sacerdote, imponiendo las manos sobre el penitente, dice:

«Dios, Padre misericordioso,
que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz.
Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS
EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO,
Y DEL ESPÍRITU SANTO.

Caigamos en la cuenta de que en estas palabras aparecen tres sujetos: el hombre pecador, que pide y recibe el perdón; Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que lo concede; y la Iglesia, que actúa como mediadora a través de su ministro. Profundicemos en lo que hace cada uno de estos sujetos.

3. La vuelta del hijo

Para entender lo que hace el hombre en este sacramento, podemos recurrir a dos palabras, con las que solemos designarlo:

a) Penitencia: con este término nos referimos a la «conversión» que, según Jesús, es un paso obligado para entrar en la nueva vida del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). La conversión es una reorientación radical de toda la vida, un retorno a Dios, que consta de dos movimientos.

En primer lugar, supone un reconocimiento y una aversión hacia las malas acciones que hemos cometido. Es lo que hece el penitente a través de dos actos concretos: el examen de conciencia y la contrición o dolor de los pecados. En la parábola del hijo pródigo, este primer momento es descrito con belleza y plasticidad: «Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo…"» (Lc 15,17-19). Es la toma de conciencia dolorosa de la gravedad de la culpa, entendida no sólo como ruptura de la alianza con Dios, sino también como fuente de alienación de la persona.

Y, como fruto de este primer movimiento, se produce un segundo paso, la decisión de volver a Dios: «Y levantándose, partió hacia su padre» (Lc 15,20). Esta decisión comporta varios compromisos. Primero, el propósito de confesar ante el Padre la propia culpa: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré…» Segundo, la decisión de cambiar de vida, de volver a comportarme como hijo; es lo que solemos llamar «propósito de enmienda». Y tercero, la voluntad de reparar el daño que he hecho, tanto contra mi persona como contra los demás, con mi mala conducta: es lo que se expresa con la penitencia o satisfacción que impone el confesor. El hijo de la parábola muestra su disponibilidad reparadora al decir: «trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,19).

Este camino de conversión lo realiza el hombre ejercitando su libertad más profunda, pero estimulado y mantenido por la gracia de Dios. En efecto, el corazón del hombre es rudo y endurecido; sólo la gracia de Dios, que nos hace reconocer su amor, es capaz de hacer volver a él nuestros corazones: «Házme volver y volveré» (Jer 31,18).

b) Confesión: esta palabra significa reconocimiento y proclamación, es decir, un acto que comienza en el corazón del hombre, para acabar aflorando a sus labios. En este sacramento, se dan simultáneamente tres confesiones.

En primer lugar, una confesión de alabanza: todo el proceso penitencial, interno y externo, supone el caer en la cuenta y agradecer todos los dones que he recibido de Dios. Él me ha hecho su hijo y todo lo que soy y tengo nace de un derroche de su benevolencia conmigo. Sin esta primera constatación agradecida, serían impensables los otros pasos.

En segundo lugar, se da también una confesión de fe: reconozco y proclamo la misericordia de Dios, que su amor hacia mí es incondicional y, por tanto, puede perdonar mi pecado. Esta confianza absoluta en que el amor de Dios es siempre más grande que mi pecado, es el móvil principal que me lleva a ponerme en sus brazos.

Y las dos confesiones anteriores hacen posible la confesión de la vida y de los pecados, por la que me reconozco culpable, asumo mi responsabilidad y lo proclamo humildemente ante Dios y la Iglesia: «Yo confieso, ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho… por mi culpa…»

4. La acogida del Padre

«Cuando aún estaba lejos, el padre lo vio y, conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos» (Lc 15,20).

Llamamos también a este sacramento, sacramento del perdón y de la reconciliación. En efecto, éste es el fin y el efecto que produce: una verdadera resurrección espiritual, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios. Por eso produce en aquel que se acerca a él con corazón contrito la paz y la tranquilidad de conciencia, a la que acompaña un profundo consuelo espiritual.

El que nos perdona y reconcilia consigo es Dios Padre; sólo él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2,7). Y, al hacerlo, muestra del mejor modo posible que es precisamente Padre, porque pone así de manifiesto su cualidad esencial: la misericordia, el amor desde las entrañas, absolutamente gratuito e incondicional. La parábola evangélica lo describe maravillosamente cuando destaca tanto su conmoción, es decir, el movimiento imparable de sus entrañas paternas, como su cariño o ternura, que se deshace en abrazos y besos, y su alegría inmensa por recuperar al hijo: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15,23-24).

Pero el Padre nos perdona y reconcilia por su Hijo, Jesucristo, a quien ha concedido «el poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10). Y este poder le ha sido concedido precisamente porque murió por nuestros pecados, porque se puso en nuestro lugar y cargó con nuestras culpas. De ahí que este sacramento sea un encuentro personal con Cristo glorioso que nos asocia a su victoria sobre el pecado por los méritos de su sacrificio redentor. Cuando el cristiano experimenta una y otra vez la facilidad del perdón, no puede olvidar el alto costo que le supuso a Cristo: fueron sus heridas las que nos han curado.

Y no podía faltar el concurso de la tercera Persona divina, el Espíritu Santo. El que nos arrancó del pecado en el Bautismo y nos transformó en hijos de Dios y partícipes de su vida, vuelve a derramar el amor de Dios en nuestros corazones y nos restituye a la comunión trinitaria y eclesial. El gesto de imposición de manos que realiza el ministro, indica claramente que estamos ante una nueva efusión del Espíritu, que cura los efectos del pecado y nos concede de nuevo la capacidad de amar.

A través de este sacramento, toda la Trinidad entra y actúa en la historia de los hombres, la redime desde dentro de sus tensiones y contradicciones, y vuelve a introducir al hombre en la profundidad y riqueza de las relaciones divinas.

5. La reconciliación con y por la Iglesia

«Yo me confieso con Dios, ¿por qué tengo que ir a contarle los pecados a un sacerdote?» Es la pregunta, más bien la protesta, de tantos jóvenes cristianos… y de otros no tan jóvenes. En ella se manifiesta una pérdida importante del sentido de Iglesia y también la incomodidad lógica de tener que manifestar a un hombre lo más íntimo de nuestra vida, que son nuestros pecados.

La Iglesia aparece en la reconciliación como destinataria y como actora: hay que reconciliarse con la Iglesia, y la reconciliación nos viene por la Iglesia.

a) Reconciliación con la Iglesia

El pecado, no sólo rompe o menoscaba la comunión con Dios, sino también la comunión fraterna. Los cristianos formamos un cuerpo en el que la vida y la unidad vienen de la Cabeza. Si nos desvinculamos de la Cabeza, nos separamos también del cuerpo. De ahí que el sacramento de la Penitencia, además de restaurar o reparar nuestra vinculación con Dios, tenga que reintegrarnos también en la comunión eclesial. Por eso, cuando cometemos un pecado grave, no podemos acercarnos a recibir la Eucaristía sin antes confesarnos. Primero, porque la Eucaristía es el momento cumbre de la alianza con Dios, y nosotros hemos roto esa alianza. Pero también porque la Eucaristía es el signo y vínculo esencial de la comunión fraterna, de la que nosotros nos hemos separado por el pecado. Para reintegrarnos en ella, necesitamos manifestar a la Iglesia nuestro arrepentimiento y nuestra voluntad de cambio.

Pero aún hay más. La Iglesia ha sido dañada por nuestro pecado: la hemos estafado. Porque, por voluntad misteriosa de Dios, hay entre nosotros una tal solidaridad, que la santidad de uno aprovecha también a los otros y el pecado de uno daña también a los demás. Y por ello la Penitencia supone siempre una reconciliación con nuestros hermanos, a quienes nuestro pecado ha perjudicado. De este modo, además, invertimos el sentido de la influencia: si al pecar hemos contribuido a debilitar la Iglesia, con nuestra penitencia contribuimos a purificarla y hacerla más santa. Es lo mejor que podemos hacer para revitalizar la Iglesia, y lo que está más a nuestro alcance: comenzar por purificarnos y ser mejores cada uno de nosotros.

Y aún hay otro motivo para que este sacramento tenga que ser un acto eclesial. Con frecuencia, los cristianos nos ayudamos unos a otros a pecar, tanto con nuestros malos ejemplos como con nuestras omisiones y cobardías. Ahora bien, si somos corresponsables del pecado, tendremos que ser también corresponsables de la conversión; si pecamos juntos, arrepintámonos también juntos.

Por todos estos motivos, la Penitencia no es nunca un acto exclusivamente individual, sino un acto eclesial. Esto se visibiliza con mayor claridad cuando el sacramento reviste la forma de una celebración comunitaria, aunque la confesión y la absolución sean individuales. Pero la penitencia es también un acto eclesial cuando la Iglesia está solamente representada por el ministro, que tiene precisamente la capacidad de representarla.

b) Reconciliación por la Iglesia

La Iglesia, no sólo se beneficia de la reconciliación, sino que es, además, el instrumento que la realiza.

En efecto, Cristo hizo partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados. A Pedro y a los demás apóstoles les confió el poder «de atar y desatar», es decir, de excluir y de admitir en la comunidad de la alianza, que es el lugar de la comunión con Dios y entre los hombres (cf. Mt 16,19; 18,18). Este poder corresponde al de perdonar o retener los pecados, que el Resucitado confió a los jefes del nuevo Israel: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Él repitió: "¡La paz esté con vosotros! ¡Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros!" Después sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos"» (Jn 20,20-23).

Este ministerio de perdón lo siguen ejerciendo los obispos, sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos. De este modo, Cristo ha querido seguir perdonando a todos los hombres de forma visible, a través de aquellos que le representan. Por medio de las palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre que es también pecador, Cristo mismo acoge al pecador arrepentido, le reconcilia con el Padre y le renueva con el don del Espíritu Santo como miembro vivo de la Iglesia: «Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Consoladoras palabras que Cristo ha querido que no las presintiéramos confusamente o las imagináramos en nuestro interior, sino que las oyéremos físicamente, para que experimentemos la alegría y la seguridad del perdón.

Oración (Salmo 51)

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

* * * * *

Sugerencias para la oración

Conviene que te preguntes más de una vez: «¿Yo quiero de verdad a alguien?» No sea que algún día te sorprendas al descubrir que, en realidad, eres un gran monumento de egoísmo. Y, para averiguarlo, lo mejor es que te preguntes a su vez: «¿Le hablo a Dios de los otros?» Porque ésta es la mejor prueba de tu amor.

La mayor parte de las oraciones que conservamos de Jesús, son de alabanza, de entrega y… de petición por los demás: «Perdónalos» (Lc 23,34), «que te conozcan» (Jn 17,3); «cuídalos» (Jn 17,11); «guárdalos» (Jn 17,15); «santifícalos» (Jn 17,17), «que sean uno» (Jn 17,21); «que donde yo esté, estén también conmigo» (Jn 17,24).

¿Le hablas a Dios de tus hijos, de tu esposo o esposa, de tus amigos, de los pobres, de los que no creen…? Si no lo haces, ¿cómo se te ocurre presumir de que los quieres?

¿Y qué pides para ellos? ¿Que tengan salud y dinero? ¿Que aprueben los exámenes? Bien; pero podías quererlos mucho más. Pídele que les suceda lo que Dios quiere. Porque él sabe más y les quiere más que tú.

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