miércoles, 24 de junio de 2009

EL HOMBRE COMO HIJO, HERMANO Y PADRE

Capítulo VIII
EL HOMBRE COMO HIJO, HERMANO Y PADRE
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En este último capítulo vamos a sacar las consecuencias más importantes para la vida de nuestra larga reflexión sobre el Dios cristiano. Ciertamente, hemos intentado deducir este tipo de consecuencias en cada uno de los capítulos anteriores. Pero ahora quisiéramos ofrecer como una síntesis que las recapitulara todas y nos pudiera servir de guía para entender mejor nuestra misión de hombres y de cristianos. Para lograr mejor esta finalidad, adoptaremos el estilo de «confesión», que, como ya sabemos, une el reconocimiento, el decírnoslo a nosotros mismos, y la proclamación, el comunicarlo a los demás.

Un filósofo ateo, Schleiermacher, decía: «Como es tu Dios, así es tu hombre». Él daba a esta afirmación un sentido inaceptable para nosotros, ya que partía del supuesto de que Dios era una pura proyección del espíritu humano. Pero nosotros podemos retomar la frase dándole otro sentido: el rostro de Dios que se nos manifiesta en la Revelación, y sobre todo en Jesucristo, es el que nos permite descubrir el verdadero rostro del hombre. Por una razón muy clara: el hombre es criatura e imagen de Dios.

Si Dios se ha revelado como amor vivido en la donación mutua de tres Personas, el hombre, creado a su imagen, tendrá que ser una criatura capacitada para amar y llamada a realizarse en la relación con otras personas. Más en concreto, si Dios se ha revelado como Padre de los hombres, todo hombre estará destinado a ser, al mismo tiempo, hijo, hermano y también padre; de modo que no podrá ser ninguna de las tres cosas sin realizar también las otras dos. Y este destino fundamental es el que permite descubrir la última razón de ser de ese instrumento utilizado por Dios para crear y educar al hombre: el matrimonio y la familia.

1. Dios es mi Padre

Vengo de Alguien, no de algo. No soy una simple y fortuita combinación de células. Y mi origen último tampoco está en el amor de un hombre y una mujer. Procedo del proyecto y de la decisión del Padre Dios: desde siempre he sido pensado y querido por él. Él me crea y me construye constantemente en el Hijo, por quien y para quien hace todas las cosas, y a través de la fuerza creadora y plenificadora del Espíritu. Mi origen está en la Trinidad. ¡Sea bendita por siempre!

En Dios, mi Padre, vivo, me muevo y existo. Andamos siempre juntos, él dando y yo recibiendo, él llamando y yo respondiéndole. Él es el sentido de mi vida y la explicación de mi misterio.

Dios va tejiendo el tejido original de mi vida, porque me ama de modo absolutamente personal, como a un hijo único e irrepetible; es más íntimo a mí que yo mismo.

Él siente ternura hacia mi ser frágil, pequeño y a medio hacer, porque me ama desde sus entrañas. Por eso me perdona siempre, me espera siempre y cada día abre para mí nuevos horizontes.

El ansia suprema de mi vida es poderle ver un día. Porque me ha hecho para él y mi corazón estará inquieto hasta que no descanse en él.

2. Soy hijo

Dios tiene un Hijo de su misma naturaleza, en quien se expresa totalmente y a quien se da totalmente; por eso es Padre desde toda la eternidad. Y este Hijo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre en las entrañas de una mujer y se llamó Jesús. Él, con su vida y su predicación, y, sobre todo con la aceptación de la muerte por amor a los hombres, nos reveló el rostro verdadero del Padre, que él solo conocía. Más aún, nos dio a los hombres la posibilidad de ser hijos de Dios de un modo nuevo y absolutamente impensable: haciéndonos participar de su misma vida de Hijo. Para ello, después de que el Padre lo resucitara, nos dio el don del Espíritu que transforma nuestro ser y nos conforma con Jesús, para que seamos hijos en el Hijo.

Por elección misteriosa del Padre, que nunca agradeceré bastante, yo soy discípulo de Jesús. En los primeros días de mi vida, el Espíritu se adueñó de mí y grabó en mi corazón la imagen de Jesús. Desde entonces, soy hijo de Dios y, aunque de momento no lo entienda, sé que mi destino es participar del amor entre el Padre y el Hijo y gozar de su felicidad por siempre.

El objetivo fundamental de mi vida es crecer como hijo, de modo cada vez más consciente, libre y maduro. Quiero cumplir la voluntad de mi Padre en todas las circunstancias y avatares de mi existencia. Y, para ello, aprendo de Jesús, me dejo guiar por él y sigo siempre sus pasos. Porque él siempre me acompaña: juntos caminamos hacia el Padre y juntos nos dirigimos a él con toda confianza.

Además de hijo de Dios, soy hijo de un hombre y de una mujer, instrumentos e iconos, en dos versiones complementarias y unidas, de mi Padre del cielo. ¡Nadie en la tierra me ha amado de modo tan entrañable, incondicional y solícito! Su presencia y su recuerdo me remiten siempre a Dios, a quien conocí por ellos, y a Jesús, a quien ellos me llevaron; su amor y su testimonio han marcado mi vida y mi ser.

Y, como la paternidad de Dios es inagotable, se me ha manifestado también en «otros padres», personas que, junto a su sabiduría, fe, amistad y ayuda, me han dado parte de su vida.

3. Soy hermano

No soy hijo único, tengo hermanos, a los que Dios ha creado y quiere tanto como a mí. En todos ellos reconozco al Padre y me reconozco a mí.

De todos ellos respondo ante Dios, como ellos responden de mí. De ahí que el secreto de mi vida sea saber dar y saber recibir. O, mejor, saber darme y saber recibirlos; porque no se trata de simples ayudas extrínsecas, sino de un compromiso que involucra a toda mi persona. Se me ha dicho claramente: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

También mis hermanos son hijos en el Hijo. Por eso, en ellos veo a Jesús, amo a Jesús, sirvo a Jesús. Y Jesús me sale al encuentro en cada uno de ellos. Todos somos hermanos en el Hermano.

Mis hermanos son todos los hombres, sin exclusivismos de ningún género. Con unos comparto la alegría de la fe y el conocimiento del Padre. A otros tengo que anunciarles aún lo que en realidad son, aunque no lo conozcan. Hay unos que me necesitan más: los pobres, los enfermos, los marginados, por quienes Jesús y el Padre se preocupan de modo especial. A otros los necesito más yo: aquellos que con su ejemplo y su palabra me pueden ayudar a ser mejor hijo. Algunos no me reconocen como hermano, pero yo también los amo.

4. Soy padre

Sólo hay un Padre, el del cielo. Nadie en la tierra merece de verdad ese nombre. Los hombres sólo somos hijos y hermanos. Pero el Padre, que ha creado al hombre a su imagen, ha querido que se le pareciéramos también en esto: nos ha concedido participar en el supremo poder de dar la vida, convirtiéndonos en imágenes e instrumentos de su paternidad.

Jesús, al revelarnos la paternidad divina, nos ha revelado también la grandeza y las exigencias de la humana: ser padre o madre consiste en dar vida a costa de la propia vida y movidos por el amor.

¡Yo he experimentado cómo la omnipotencia divina pasaba por mi espíritu y por mi carne! A través de mí, Dios ha creado otros hombres, hermanos míos, que me llaman «padre» o «madre», y a quienes yo llamo «hijos». Desde que ellos aparecieron, ya no he podido vivir para mí mismo. Gracias a ellos he aprendido de verdad lo que significa amar.

Mis hijos significan tanto para mí, que siento constantemente una doble tentación: apropiármelos como si fuesen míos y centrar exclusivamente en ellos toda mi capacidad de amar. Pero la voz del Padre, a través de Jesús, me recuerda también constantemente que no son míos sino suyos. Y, además, como a María, me presenta siempre a otros diciéndome: «He ahí a tu hijo». Parece que, como a Abrahán, Dios se empeña en hacerme también «padre de multitudes».

5. Somos un matrimonio

Somos dos, un varón y una mujer, que hemos sido llamados por el Padre a compartir nuestra condición de hijos. Por eso, cada uno de nosotros acepta al otro como don del Padre, como enviado personal, ayuda y compañía. Y nos sentimos responsables el uno del otro, conscientes de que la llamada del Padre nos viene a decir: «Te entrego a esta mujer -a este varón- para que seas su pastor y la conduzcas a su plenitud humana y cristiana, de modo que puedas realizar con ella -con él- la misión que os confío a los dos juntos».

Aunque el Padre quiere que pongamos en común todo lo que somos y tenemos, nuestra unión no depende sólo de nuestra voluntad, ni de nuestros sentimientos e instintos. Él ha derramado sobre nosotros una nueva efusión del Espíritu que ha creado una nueva comunión, como una nueva personalidad que engloba a los dos. Gracias a este don, podemos amarnos como Cristo nos ama y ejercer en el mundo un nuevo ministerio, que concreta y especifica la misión que recibimos en el Bautismo.

Este nuevo ministerio consiste en hacer presente al Padre en la historia de los hombres: el matrimonio es una forma privilegiada del ejercicio de la paternidad por los hijos de Dios. Y este ministerio se realiza de forma eminente, aunque no exclusiva, en la generación y educación de nuestros hijos.

Estamos convencidos de que este signo de la paternidad divina, sólo es auténtico y eficaz en la relación y complementariedad de los dos. Ninguno de los dos puede apropiárselo en solitario, desplazando al otro. Porque cada uno debe aportar la peculiaridad y riqueza de su ser.

Yo, madre, sé que soy el sacramento prioritario de la paternidad de Dios, pues sólo yo gesto a mis hijos y los acompaño siempre con amor entrañable. Pero si esta sacramentalidad la viviera en exclusiva, resultaría peligroso tanto para mí como para mis hijos. Yo me constituiría en una especie de padre absoluto y olvidaría mi condición básica de hija y de criatura limitada. Y mis hijos se convertirían en mi propiedad, en mi prolongación, perdiendo así su autonomía personal.

Yo, padre, sé que mi paternidad, por ser más extrínseca, objetiva y distanciada, obliga a mis hijos a salir de su madre y a convertirse en personas autónomas. Pero, si la viviera exclusivamente, eliminaría todo el componente femenino y contribuiría a crear una sociedad machista e inhumana.

Aunque a veces nos cueste vivirlo, sabemos que nuestra misión de esposos y padres no se agota en esta generación biológica. Es un servicio a toda la sociedad, a la que debemos aportar un especial sentido de responsabilidad paterna, de previsión de futuro, de misericordia, de cuidado de cada hombre por ser hombre; sobre todo debemos influir para que se respete toda vida humana y para que se empleen todos los medios posibles con el fin de que toda persona pueda vivir con dignidad y desarrollarse en plenitud.

Y nuestro ministerio conjunto debemos ejercerlo también en el seno de la Iglesia, ayudando a la comunidad cristiana a ser auténtica comunidad de amor, de cooperación corresponsable de todos sus miembros y de generosa fecundidad para engendrar nuevos hijos de Dios.

6. Formamos una familia

Nosotros y nuestros hijos formamos una familia. Y sabemos que la familia es una fraternidad muy especial, concebida por Dios como lugar apropiado para la transmisión de la vida humana y, sobre todo, como lugar de aprendizaje de la filiación, la fraternidad y la paternidad. Por eso la familia es origen y modelo de toda otra sociedad humana.

En primer lugar, es origen y modelo de la Iglesia, de la gran familia de los hijos de Dios. La presencia de Cristo y el don del Espíritu a través de los sacramentos, convierten a la familia en una pequeña iglesia, «Iglesia doméstica», donde el misterio de comunión y de misión que es la esencia de la Iglesia de Cristo, se encarna en las relaciones sencillas, concretas y cercanas que sólo son posibles en este ámbito. Vivimos con emoción esta realidad cuando oramos juntos, cuando nos acercamos juntos a los sacramentos, cuando nos ayudamos a conocer y vivir nuestra fe, cuando nos esforzamos en descubrir la voluntad del Padre en todas las circunstancias de muestra vida en común.

También somos conscientes de que la familia es un ámbito privilegiado para educar en aquellos valores que después determinarán la convivencia en la sociedad civil. Por estar fundamentada en afectos y emociones muy fuertes, con base bioquímica, la familia no valora a sus miembros por lo que aportan, sino por lo que son. Y esto resulta determinante para crear en la sociedad unas relaciones más humanas, gratuitas y libres; menos materialistas y utilitarias. En este sentido, la calidad de una sociedad depende en gran parte de la calidad de las familias que hay en ella.

Sin embargo, nuestra experiencia y la de otras familias que conocemos nos dice también que la familia, por la proximidad cotidiana que impone, puede ser también peligrosísima. Puede ser un ámbito donde se abuse del débil, se den preferencias ofensivas y exclusivismos empobrecedores. Los padres podemos atentar contra la filiación, la fraternidad y la paternidad cuando nos entregamos absolutamente a un hijo, queremos ver en él totalmente reflejada nuestra imagen soñada y le incapacitamos para ser él mismo y para compartirse como hermano. Los hijos, a su vez, pueden hacer lo mismo exigiendo de los padres la entrega total, contra los derechos del matrimonio de sus padres, y arrogándose la condición de hijos únicos, contra la existencia de los propios hermanos.

Todos estos riesgos nos demuestran que la familia no lo es todo; necesita ser complementada por otras relaciones que construyen también al hombre. Primero, porque hay otros signos de la presencia del Padre. Y, segundo, porque una mayor amplitud de relaciones suple las deficiencias y malformaciones de la misma familia.

En cualquier caso, es la relación continua y confiada con Dios nuestro Padre, vivida de forma personal y comunitaria por todos los que integramos la familia, la que nos permite evitar estos riesgos, superar nuestros egoísmos y crecer en el amor auténtico. A él, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15), sea la gloria y la alabanza por siempre. Amén.

Oración (del Salmo 102)

Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.

El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.

¡Bendice, alma mía, al Señor!

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

Uno de los modos mejores de orar es a partir de la palabra de Dios. Dios nos habla primero y después nosotros le respondemos. Podemos seguir un método en tres pasos que se llama «lectio divina», y que es el que utiliza la Virgen en la escena de la Anunciación (cf. Lc 1,26-38):

1) Lectura: Primero escuchamos, como María. Se trata de leer bien el texto y ver lo que dice. Para ello hemos de prestar atención a lo que cuenta, a los personajes que intervienen, las ideas que contiene, los símbolos que utiliza..., sin que se nos escape ningún detalle. No nos fiemos nunca de que ya lo conocemos porque lo hemos leído otras veces.

2) Meditación: Con esto, ¿qué me quiere decir Dios a mí? La Virgen discurría y se preguntaba sobre el alcance de las palabras del ángel. Hagamos nosotros lo mismo: pongamos en relación la palabra de Dios con nuestras vivencias, circunstancias, con nuestros saberes. Así averiguaremos lo que Dios nos quiere decir hoy a través de este texto.

3. Contemplación: Y yo, ¿qué le respondo a Dios? Comienzo entonces a hablarle de tú a tú en un diálogo amoroso y confiado, que sabemos cómo empieza pero no sabemos cómo termina; porque es él quien me va llevando. María respondió de forma ejemplar: «Hágase en mí según tu palabra», es decir, haz de mí lo que quieras.

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